Simón Slavsky pegó el estirón de la pubertad más rápido
que otros. Con sus 12 años, medía ya 1,80 mts., y pesaba casi 100 kilos. De
todos modos, su aire bobalicón no había desaparecido. Eso, y el hecho de ser
judío, lo convertían en el centro de todas las bromas en su clase. Las
autoridades escolares lo sabían, pero indolentemente lo dejaban pasar.
Pedro, el más cruel en los ataques, vivía mortificándolo.
“Pijacortada”, como lo había bautizado a Simón, recibía las más sádicas bromas
de este jovencito, proverbial por su maldad (solía descuartizar pajaritos y
ranas).
Alguna vez el tío de Simón, conociendo la situación
aconsejó a su sobrino que reaccionara. “Ya
no estamos en un campo de concentración nazi”, decía didáctico –y
vehemente– el tío. Simón tomó la lección, y reaccionó.
Cierto día, furioso, respondiendo en un solo acto a todas
las ofensas recibidas, “Pijacortada” cogió a Pedro por el cuello y lo tiró
sobre un inodoro en el baño del centro educativo. Fue tal la fuerza con que lo
lanzó, que a Pedro se le quebró la columna vertebral, lo cual le postró en una
silla de ruedas para toda su vida.
El hecho suscitó un enconado debate: ¿a quién castigar: a
Simón, a toda la clase, a Pedro, a las autoridades por su negligencia, al tío
por sus consejos?
¿Qué opina usted, estimado lector?
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