martes, 4 de noviembre de 2025

¡QUÉ FRÍO!

Pedro era atroz. Capataz en esa cámara frigorífica donde se almacenaban productos perecederos, parecía más el dueño de la empresa que un empleado, por la forma en que cuidaba el negocio. Pero más aún, por cómo trataba a los trabajadores.

 

Su pasado militar -había sido sargento en el ejército- lo seguía marcando. Se dirigía a los empleados como si fuese la tropa a su cargo. No solo daba órdenes terminantes: abusaba groseramente de su poder, de su situación de jefe-amo.

 

El odio que se había generado entre los obreros para con el capataz era descomunal. En secreto, lo habían bautizado “el monstruo”. Efectivamente, se comportaba como si lo fuera: insultos, ofensas, hasta incluso en algún momento llegó al maltrato físico con alguno.

 

En la compañía no había sindicato; eso estaba terminantemente prohibido. En los contratos de trabajo, en aquellos pocos que estaban emplanillados, figuraba en forma explícita la negativa a cualquier agrupación gremial. Eso era sacrílego; ni por asomo se podía mencionar. Por tanto, nadie defendía a los trabajadores.

 

La cámara donde trabajaban almacenaba productos perecederos por largos períodos, por lo que la temperatura rondaba los 20 grados bajo cero. Había allí carnes rojas, pescados, mariscos, además de medicinas y pruebas biológicas. Era la más grande de la ciudad, y contaba con todos los adelantos técnicos de última generación. Dado el frío reinante, los trabajadores no podían exceder las 6 horas diarias de trabajo, con no más de 45 minutos de permanencia continua en la cámara, y descansos intercalados de 15 minutos. Para ingresar, por supuesto, debían hacerlo con el equipo adecuado, consistente en ropa térmica especial.

 

Pedro, en un alarde de machismo, a veces ingresaba para revisar algo solo por un instante, apenas con un sweater y un gorro de lana. Se jactaba de ello, y trataba de “mariquitas” a los trabajadores, cuando llevaban toda su indumentaria para frío extremo.

 

La puerta de la cámara se podía abrir solo desde fuera. Era batiente, de 18 cm. de espesor, super sellada, fabricada con materiales ultra resistentes, incluso a prueba de balas. No era fácil su apertura y, desde dentro, no se podía manipular. Si alguien quedaba dentro por error, debía sacárselo inmediatamente, por la hipotermia posible.

 

Nunca se supo cómo sucedió. Fue un sábado, cerca del mediodía. Pedro entró con un sweater liviano, y los operarios que estaban dentro, corrieron al unísono hacia fuera. El capataz quedó solo en el recinto. Ya era casi la hora de finalización de la jornada, por lo que, terminado el turno, todo el personal se fue con total tranquilidad. Pero Pedro quedó dentro de la cámara.

 

Sus gritos desesperados no fueron oídos por nadie. Cuando el lunes por la mañana se le descubrió, ya no había nada que hacer. La fingida sorpresa de los siempre humillados trabajadores encubría una tremenda sonrisa de satisfacción.



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