Pedro era atroz. Capataz en esa cámara frigorífica donde se almacenaban productos perecederos, parecía más el dueño de la empresa que un empleado, por la forma en que cuidaba el negocio. Pero más aún, por cómo trataba a los trabajadores.
Su pasado militar -había sido sargento en el ejército-
lo seguía marcando. Se dirigía a los empleados como si fuese la tropa a su
cargo. No solo daba órdenes terminantes: abusaba groseramente de su poder, de
su situación de jefe-amo.
El odio que se había generado entre los obreros para
con el capataz era descomunal. En secreto, lo habían bautizado “el monstruo”. Efectivamente,
se comportaba como si lo fuera: insultos, ofensas, hasta incluso en algún
momento llegó al maltrato físico con alguno.
En la compañía no había sindicato; eso estaba
terminantemente prohibido. En los contratos de trabajo, en aquellos pocos que
estaban emplanillados, figuraba en forma explícita la negativa a cualquier
agrupación gremial. Eso era sacrílego; ni por asomo se podía mencionar. Por
tanto, nadie defendía a los trabajadores.
La cámara donde trabajaban almacenaba productos
perecederos por largos períodos, por lo que la temperatura rondaba los 20
grados bajo cero. Había allí carnes rojas, pescados, mariscos, además de
medicinas y pruebas biológicas. Era la más grande de la ciudad, y contaba con
todos los adelantos técnicos de última generación. Dado el frío reinante, los
trabajadores no podían exceder las 6 horas diarias de trabajo, con no más de 45
minutos de permanencia continua en la cámara, y descansos intercalados de 15
minutos. Para ingresar, por supuesto, debían hacerlo con el equipo adecuado,
consistente en ropa térmica especial.
Pedro, en un alarde de machismo, a veces ingresaba
para revisar algo solo por un instante, apenas con un sweater y un gorro de
lana. Se jactaba de ello, y trataba de “mariquitas” a los trabajadores, cuando
llevaban toda su indumentaria para frío extremo.
La puerta de la cámara se podía abrir solo desde
fuera. Era batiente, de 18 cm. de espesor, super sellada, fabricada con
materiales ultra resistentes, incluso a prueba de balas. No era fácil su
apertura y, desde dentro, no se podía manipular. Si alguien quedaba dentro por
error, debía sacárselo inmediatamente, por la hipotermia posible.
Nunca se supo cómo sucedió. Fue un sábado, cerca del
mediodía. Pedro entró con un sweater liviano, y los operarios que estaban
dentro, corrieron al unísono hacia fuera. El capataz quedó solo en el recinto.
Ya era casi la hora de finalización de la jornada, por lo que, terminado el
turno, todo el personal se fue con total tranquilidad. Pero Pedro quedó dentro
de la cámara.
Sus gritos desesperados no fueron oídos por nadie.
Cuando el lunes por la mañana se le descubrió, ya no había nada que hacer. La
fingida sorpresa de los siempre humillados trabajadores encubría una tremenda
sonrisa de satisfacción.

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