domingo, 20 de abril de 2025

TESTIMONIO DE UN SUICIDA

Hoy se cumple un mes que me suicidé. Es poco tiempo, lo sé, pero creo que suficiente para sacar algunas conclusiones.

 

No voy a entrar a discutir sobre la calidad moral de lo hecho. No, ¿para qué? Ya a estas alturas ¿quién me podría reprochar algo? Sé que para un buen católico eso no es correcto. Más aún: sé que, según la tradición vaticana, que es la mía, estoy cometiendo un pecado mortal, pues infringí el quinto mandamiento, que dice terminante: “no matarás”. Pero dios misericordioso, que sabe por qué lo cometí, creo que habrá de perdonarme. Por lo pronto, la iglesia no me negó los correspondientes ritos funerarios, lo que me hace pensar que muy probablemente sea absuelto y no se me condene al fuego eterno del infierno. Aunque, tengo que confesarlo, ahora en mi nueva condición, ya no soy un muy fiel creyente. Pero lo peor, lo que me sigue manteniendo con algún ánimo y me hace pensar que no habrá castigo eterno -no sé por qué se está demorando tanto la decisión; supongo que serán problemas burocráticos en el cielo- es que más infierno que el que pasé en vida: imposible.

 

Se preguntarán ustedes por qué lo hice. Bueno, es complejo. Creo que me tomaría mucho tiempo, excesivo quizá, explicarlo en detalle. En realidad, debo confesarlo también, nadie supo fehacientemente que fue suicidio. El Sumo Hacedor quizá, que todo lo sabe; pero ningún mortal lo puede saber. Simulé un accidente, y me parece que la gran mayoría de personas así lo creyó. Un resbalón en el andén del metro justo cuando venía el tren, y se acabó.

 

Lo había estudiado muy meticulosamente, hasta lo había ensayado (por supuesto, no en las vías del tren, claro): una aparatosa caída y nadie podía pensar en suicidio. A mis rodeantes -bueno…, los pocos que tenía últimamente, porque cada vez me había vuelto más huraño, más reservado- jamás le hablaba de mis cuitas. ¿Para qué? Alguna vez, antes, años atrás, cuando enviudé, todavía buscaba hablar con alguien para contarle mis pesares. Para descargar, como se dice.

 

Les cuento la verdad: nunca me tomé en serio eso de “sacar cosas para descargar”. Las cosas muy íntimas, las cosas muy privadas, son de uno y de nadie más. ¿A título de qué voy a contarle mis penas a otra persona? Quizá a un psiquiatra o a un psicólogo que, se supone, son los expertos en arreglar los traspiés anímicos que podemos tener. Pero la vez que lo intenté me decepcioné. El médico que me atendió me dijo que no me hiciera problema, que ya iba a pasar, y me recetó unos antidepresivos. Fui solo una vez, y lo sentí innecesario.

 

Cuando mi único hijo, a sus 18, me dijo que ya no me aguantaba más y se fue dando un portazo, quedé muy triste. La muerte de mi esposa, dos años antes, también me había golpeado. Pero no tanto. La partida de mi muchachito me tocó mucho, muy hondamente. Me ratificó que no servía para nada, porque ni siquiera buen padre podía ser. Ahí fue cuando consulté con el psiquiatra. ¿Para qué sirvo? Bueno… ¿par qué servía? Esa fue la pregunta que me acompañó toda la vida. Pregunta que, en un sentido, nunca pude esclarecer.

 

Bueno, ya que empecé a contar… se los cuento completo. No crean que lo hago para “descargar”. Solo lo relato para que entiendan por qué me dejé caer bajo ese tren, y no me tomen por un chiflado. Hay explicación. Un sacerdote me dijo alguna vez que, habiendo causa justificada, dios perdona a los suicidas. Yo, por cierto, tengo más que super justificadas causas. ¿Quieren saber?

 

Siempre me sentí menos, que no daba la talla. Del mismo modo, siempre me callaba eso, lo ocultaba. Veía cómo a los otros les iba bien, pero yo siempre tenía la sensación que fracasaba. En todo. No quiero aburrirles, pero si hago el recuento de mis desventuras, los podría tener aquí varios días, contando todos los infortunios, interminables infortunios que fueron marcando mi vida.

 

De niño, cuando cursaba la escuela primaria, recuerdo haber recibido siempre la burla de mis compañeritos. Yo era algo gordo… Bueno, en realidad: bastante pasadito de peso. Eso hacía que los otros niños, y también las niñas, crueles como somos en la infancia, se rieran. Me habían puesto un apodo muy desalmado, que prefiero no mencionarlo, porque me haría llorar una vez más. Además, mi renguera -era poca, pero se notaba- me daba una figura más vulnerable aún. Más miserable, diría, para ser preciso.

 

No se los conté, claro… Cuando tenía seis años tuve un accidente con mi papá, al caernos de su moto. Él quedó bastante mal; tuvo yeso por varios meses, y no pudo trabajar, lo que hizo que la pasáramos muy mal económicamente. Mi mamá, que no estaba preparada para eso, salió a conseguir algo por ahí, y con esfuerzo podía traer unos míseros centavitos a la casa. Yo me recuperé, pero me quedó esta cojera, que llevé por toda mi vida. Lo peor del caso fue que mi viejita salía a trabajar en lo que podía, pero nunca tuvimos claro que hacía exactamente. Lo cierto es que, durante ese período tan duro que tuvimos por muchos meses, siempre había un plato de comida en la mesa. Años después, en mi adolescencia, y de un modo que no viene a cuento confesar, me llegó la información de que, durante ese período, la pobre se prostituyó. No era tan vieja en ese entonces: andaba por sus treinta y tantos y, por supuesto, algún cliente aparecería. Según vi más tarde en algunas fotos, era bien parecida. Claro que hay gente que paga, eso es así, sin dudas.

 

Cuando lo supe, no quise saberlo. Quiero decir: me las ingenié para sacarlo de mi cabeza. Me desagradaba muy profundamente, me hacía mal pensar en eso; de ahí que hacía como que no podía ser verdad. De todos modos, por los datos concretos que me dieron, todo indicaba que sí, efectivamente, podía haber sido así. No me consta, pero parece que así fue realmente. Con el tiempo pude ir minimizándolo; cuando por allí escuchaba que alguien decía ese insulto: “hijo de puta”, ya me daba risa, y estaba tentado de levantar la mano y decir “presente”.

 

Como ven, son muchos, demasiados los golpes que fui teniendo. Y nunca entendí por qué. Parecía que la vida se ensañaba con mi persona. Todo me salía mal. De adolescente tampoco la pasé muy bien. Al contrario, diría que fue el peor período de mi vida. Casi no tenía amigos. Mi gordura contribuía a ello. Fue ahí que decidí adelgazar a cualquier costo. Y así vino la bulimia.

 

Compulsivamente dejé de comer. Prefería pasar hambre y no seguir engordando. Pero conseguí lo contrario. Iba a vomitar, sin decírselo a nadie, pero después me daba más hambre, y más compulsivamente venían los atracones. Y luego: más vómitos. Era un círculo vicioso que me tenía loco. Al final, con el tiempo -creo que como dos años me duró esto- fue cediendo. De más está decir que mis años juveniles fueron los peores: con este trastorno alimentario y mi timidez sin par, mi vida era un suplicio. Pero lo peor es que todo eso lo vivía en total soledad, en silencio, no teniendo nadie en quien confiar para contárselo.

 

Salía muy poco, me la pasaba la mayor parte del tiempo solo, en mi cuarto. A veces, los viernes o los sábados por la noche, para hacerme el “normal” ante la familia, salía. Yo decía que salía con mis amigos, pero no era cierto. Salía solo, sin rumbo. A veces terminaba en un club nocturno, pero como siempre estaba muy corto de dinero, no pasaba de tomarme una cerveza y ver a las chicas bailar. No me atrevía a ir con una trabajadora sexual. Pensaba que eso había hecho mi mamá, y me espantaba. Cuando veía a mis amigos -mis pocos amigos, aclaro, contados con los dedos de una mano, dijo el manco- o a un par de primos que tenía, que salían con sus parejas, los envidiaba profundamente. Había perdido mucho peso; ya no era el gordito tonto de quien se burlaban -en la escuela secundaria eso se puso peor a partir de que tuve que comenzar a usar lentes-. Gordo, rengo, con lentes y con un acné que me llenaba la cara de pústulas con pus, no era precisamente el muchachito de la película, el ganador exitoso. Además, mediocre alumno. Aclaro que siempre fui lento para entender las cosas; intelectualmente fui toda la vida un cero a la izquierda -de grande nunca pude dejar de contar con los dedos, porque no podía hacer operaciones sencillas como, por ejemplo, ocho más cinco-. Esto, solo para que se den una idea. Lo confieso con mucha vergüenza: nunca pude leer un libro completo. No los entendía. La Biblia la hojeé varias veces, pero jamás entendí un pepino. Si no entiendo una simple indicación que me dan, aunque ponga cara circunspecta, seria, dando a entender que estoy procesando correctamente lo que me dicen, mucho menos voy a comprender una parábola, una formulación elíptica. Para mí, todo eso es chino, aunque luego citara pasajes del libro sagrado como si los conociera a la perfección. Como van viendo: puras mentiras, puro humo vano.

 

Mis padres se daban cuenta que tenía esas…, llamémosle: rarezas. Nunca me dijeron nada cuando intempestivamente salía corriendo al baño para vomitar. Supongo que se daban cuenta que algo pasaba, pero me parece que preferían mirar para otro lado, haciendo como que no se enteraban. Lo que sí recuerdo con amargura es que me preguntaron varias veces si tenía novia. Por supuesto, yo no tenía, pero decía alguna tontera para salir del paso, algo así como “tengo algo por allí, nada serio”. De más está decir que no podía acercarme a una mujer. Temblaba, prefería que eso no apareciera nunca, porque me ponía muy nervioso: me sudaban las manos, tartamudeaba. Una vez hasta mi hice pis encima, cuando tuve que hablar con una muchacha que me gustaba. Recuerdo que había una vecinita, muy bonita ella, que creció junto conmigo, en la casa contigua. Yo la miraba de lejos; me gustaba, pero temblaba si la tenía cerca. Recuerdo que una vez -fue su único intento, porque seguro que salió espantada luego de mi respuesta- me dijo, muy seductora, que cuándo la iba invitar a tomar un café. “Algún día, ahí veremos”, respondí. Por supuesto, nunca más me dirigió la palabra.

 

Recuerdo con mucha, demasiada amargura, una vez cuando andaba por los quince, o algo así, que mi madre llegó con el escaso grupito de amigos adolescentes -uno de ellos me lo contó luego, por supuesto mofándose- para decirles que me tuvieran compasión. Sí, sí… ¡así como suena! Com-pa-sión, porque yo era un poco “apocado”, dijo. ¡Qué terrible! ¿Pueden imaginarse ustedes una madre así? Con familiares así, como se dice, ¿para qué quería enemigos? Yo el tonto, yo el bobito…, dicho por mi propia progenitora. ¡Por dios!

 

Ya a mis veinte no era gordito, y el acné había ido desapareciendo, así como los atracones y luego los vómitos. Pero seguía la timidez tremenda. Fue la época en que empecé a trabajar. Mi paso por la universidad fue rápido. Como siempre, y en todo, fui mal. Un nuevo fracaso, estrepitoso para el caso. Me inscribí en la carrera de Derecho. Aguanté unos pocos meses; viendo que no daba la talla -nunca entendí una palabra lo que explicaban los catedráticos- dije que no me gustaba eso, que prefería otra carrera. En realidad, no era cierto: no me gustaba ninguna carrera, y rápidamente vi que era imposible que yo pudiera graduarme de algo. Pero para hacerme el normal, dije que el año siguiente probaría con Sociología. Mientras, comencé con mi primer trabajo: cajero en un banco.

 

Al año siguiente fui nuevamente a la universidad, pero ya ni me acuerdo qué excusa puse, pero a los pocos meses dejó los estudios para siempre. Vi que lo mío no era eso. Aunque ya me preguntaba: ¿qué es lo mío? Nunca pude saberlo.

 

Recuerdo que una vez, pensando que dormía, mis padres hablaron entre ellos acerca de mi persona. No estaba dormido; no quise escuchar, pero los escuché. Recuerdo que mi madre, algo alterada, se preguntaba con amargura si yo no sería homosexual. Yo también me lo preguntaba, pero claramente no lo era. Nunca me gustaron los chicos. En realidad, siempre me desagradaron las personas homosexuales. Pero por una cuestión social no podía presentarme como homofóbico. En secreto siempre lo fui, y mucho. Es más: creo que mi hijo se fue de casa porque es gay. Nunca me lo dijo, pero lo sospecho. La cuestión es que, en público, por estas cosas que se llaman “corrección política”, jamás hablaba mal de la comunidad de la diversidad sexual. Como les decía, a mí nunca me erotizó un hombre, y sí una mujer. Pero tenía serias, muy severas dificultades para encarar una chica. Por supuesto que no era maricón, pero mi eterna falta de pareja podía hacerlo pensar.

 

Después del banco pasé por muchísimos trabajos, siempre en oficina: empleado administrativo en un ministerio, trabajé también en un hospital como ayudante en la sección contable, lo mismo en dos bancos más, hasta que llegué a la compañía de seguros, donde estuve años, hasta mi muerte. Recién a los treinta tuve mi primera -y única- novia. Y fue ahí, me duele confesarlo, pero así fue, donde tuve mi primera relación sexual.

 

La muchacha era excelente persona, pero tenía un grave problema: tenía labio leporino y paladar hundido. En otros términos: no era muy bonita la pobre. Presentaba problemas para hablar e, igual que yo, había llegado a sus treinta sin pareja y sin vida sexual. Ni sé cómo, finalmente nos terminamos casando. Diría que fue ella la que tomó la iniciativa. Pero el mismo día de nuestra boda hubo una catástrofe. Nos casamos en la ciudad de donde ella era originaria: B. Por tanto, mis padres fueron hacia allí, para asistir a la ceremonia, con tanta mala suerte que el avión en que viajaban cayó, muriendo todos sus ocupantes. El casamiento se hizo de todos modos, pero sin fiesta. Tuvimos que cancelarla el mismo día. Mi matrimonio, desde el inicio, estuvo marcado por la desgracia.

 

Si no los estoy aburriendo, continúo con el relato, aunque supongo que los debo tener algo -o muy- cansados con esta interminable sucesión de catástrofes. Pero así fue mi vida. Creo que empezarán a entender por qué ya estaba harto de ella. A nadie en su sano juicio le gustaría recibir esta sucesión interminable de cachetazos. ¿Por qué me pasaba todo esto? Nunca llegué a comprenderlo.

 

Decía recién -pregunta que atravesó toda mi vida, y sigue presente ahora, luego del suicidio- ¿para qué soy bueno? Ahora tengo la plena certeza para la respuesta: soy bueno para mentir. Siempre, toda mi vida, jugué casi mágicamente a ser lo que no soy, a aparentar, a hacer prestidigitación de mis cosas. Como un buen mago haciendo esas tramoyas que, sabemos son solo trucos, juegos de mano muy bien realizados, pero pasan por verdades que hacemos como que las creemos -el conejo estaba escondido en un doble fondo de la galera, obviamente-, así fue mi vida. Siempre hice como que todo iba bien, siempre sonriente, impecable diría. Bueno, un buen vendedor de seguros tiene que transmitir algo así: todo el tiempo alegre, dispuesto a atender y dar la razón a sus clientes, amable. Pero por dentro… ¡ya se imaginan!

 

¿Para qué soy bueno? ¡Para mentir! Soy el peor de los homofóbicos, pero me hago pasar por un tipo muy abierto… y tengo un hijo homosexual. Yo puedo soportarlo, pero él a mí, veo que no. Fingí todo el tiempo, en todo, en cada momento de mi vida. Cuando ya teníamos a S., con cuatro años, mi esposa volvió a quedar embarazada. Venía una niña, pero hubo complicaciones en el parto, y murió la bebé. Yo hice como que me afectaba mucho esa pérdida, pero en realidad, muy en secreto, no fue así. Es más: me asustaba muchísimo tener un segundo hijo, porque a duras penas había podido con el primero. Una mujercita que llegaba se me hacía de lo más problemático: no tenía idea cómo criar a una hija mujer. Esa muerte, para mí, fue salvadora. Por supuesto, siempre me mostré muy compungido, y por años acompañaba a mi mujer al cementerio a poner flores en la tumba de la pequeña. Secretamente, de todos modos, pensaba de la que me salvé.

 

En todo fui siempre así: muestro una cara, pero a escondidas hay otra, la real. Me hacía pasar por una persona medianamente culta. Siempre decía que me habían faltado un par de materias para graduarme de abogado, y que por diversas circunstancias de la vida no había podido serlo. Hondamente, en secreto, sabía que había allí una tremenda mentira. La gente se lo creía; o, al menos, eso creía yo. Citaba autores importantes, aunque solo el nombre y el título de sus obras principales conocía, obras que, por supuesto, nunca había leído. Daba una impresión de seguridad, cuando en el fondo yo sabía que temblaba a cada instante pensando si iban a descubrir mi impostura.

 

Así fue todo: mi pobre esposa no era muy agraciada -había sido sometida a una operación de niña, pero no había quedado muy bien-. De todos modos, yo siempre le ponderaba su belleza. ¡Qué hipócrita! ¿no? Cuando murieron mis padres en ese accidente, por supuesto que mostré aflicción. Como no podía ser de otro modo, al lado de la satisfacción que sentía por haberme casado, cosa que nunca pensé que podía suceder, me presenté triste, acongojado. ¿Quieren saber la verdad? Ni por cerca estaba triste. Tenía una sensación interna de profunda alegría, casi de euforia: nunca le perdoné a mi padre el accidente en la moto que me dejó cojo para toda mi vida, aunque siempre le dije que no guardaba rencor alguno por ello. Y junto a eso, ahora lo puedo decir, porque ya estoy muerto y a nadie le va a importar: siempre llevé como un puñal clavado lo de mi madre: era una vulgar prostituta, y dudaba de mi orientación sexual. Y algo que jamás pude tragar, algo que siempre me taladró la vida, fue cuando la muy hija de puta fue a pedir por mí a mis amiguitos -si así se les podría llamar, aunque no lo eran- tratándome de tonto, de apocado. ¡Por favor!

 

Si salí tan fallado, tan lleno de traumas, si fui siempre el hazmerreír de todo el mundo -recuerdo con vergüenza lo de mi vecina, por ejemplo, o la única vez que me atreví a ir con una meretriz y no tuve erección, por lo que la pobre esbozó una sonrisa comprensiva-, si lo único que pude hacer fue tener tropiezo tras tropiezo, eso tiene algún origen ¿verdad? Por lo que sé, eso se debe a mis queridos papitos. Bueno… queridos…. ¡Por favor! No sé si fueron ellos los que me arruinaron la vida, o la vida se encargó de hacerme todo tan difícil.

 

Leí por allí que el suicidio, en una explicación totalmente distinta a la que da la iglesia católica, no es un acto voluntario, ofensivo a los designios de dios, sino que tiene que ver con una fantasía. O una enfermedad mental, mejor dicho: no se mata uno mismo, sino que mata a otro que tiene incorporado en su psique. Eso creo haber entendido. Si no estoy mal, en este caso, a los padres. Bueno: yo los maté con ese tren que me arrolló. ¡Y bien matados! Claro que para matarlos a ellos -aunque ya habían muerto con la caída del avión- tuve que morir yo. Pero ¿qué le vamos a hacer?

 

Había empezado este relato -y espero no haberlos aburrido demasiado, y así fuera, pues bien, les felicito por su paciencia…, ya estoy terminando, había empezado, digo, buscando sacar conclusiones. Entonces, creo que esta es la fundamental: valió la pena.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario