domingo, 20 de abril de 2025

TESTIMONIO DE UN SUICIDA

Hoy se cumple un mes que me suicidé. Es poco tiempo, lo sé, pero creo que suficiente para sacar algunas conclusiones.

 

No voy a entrar a discutir sobre la calidad moral de lo hecho. No, ¿para qué? Ya a estas alturas ¿quién me podría reprochar algo? Sé que para un buen católico eso no es correcto. Más aún: sé que, según la tradición vaticana, que es la mía, estoy cometiendo un pecado mortal, pues infringí el quinto mandamiento, que dice terminante: “no matarás”. Pero dios misericordioso, que sabe por qué lo cometí, creo que habrá de perdonarme. Por lo pronto, la iglesia no me negó los correspondientes ritos funerarios, lo que me hace pensar que muy probablemente sea absuelto y no se me condene al fuego eterno del infierno. Aunque, tengo que confesarlo, ahora en mi nueva condición, ya no soy un muy fiel creyente. Pero lo peor, lo que me sigue manteniendo con algún ánimo y me hace pensar que no habrá castigo eterno -no sé por qué se está demorando tanto la decisión; supongo que serán problemas burocráticos en el cielo- es que más infierno que el que pasé en vida: imposible.

 

Se preguntarán ustedes por qué lo hice. Bueno, es complejo. Creo que me tomaría mucho tiempo, excesivo quizá, explicarlo en detalle. En realidad, debo confesarlo también, nadie supo fehacientemente que fue suicidio. El Sumo Hacedor quizá, que todo lo sabe; pero ningún mortal lo puede saber. Simulé un accidente, y me parece que la gran mayoría de personas así lo creyó. Un resbalón en el andén del metro justo cuando venía el tren, y se acabó.

 

Lo había estudiado muy meticulosamente, hasta lo había ensayado (por supuesto, no en las vías del tren, claro): una aparatosa caída y nadie podía pensar en suicidio. A mis rodeantes -bueno…, los pocos que tenía últimamente, porque cada vez me había vuelto más huraño, más reservado- jamás le hablaba de mis cuitas. ¿Para qué? Alguna vez, antes, años atrás, cuando enviudé, todavía buscaba hablar con alguien para contarle mis pesares. Para descargar, como se dice.

 

Les cuento la verdad: nunca me tomé en serio eso de “sacar cosas para descargar”. Las cosas muy íntimas, las cosas muy privadas, son de uno y de nadie más. ¿A título de qué voy a contarle mis penas a otra persona? Quizá a un psiquiatra o a un psicólogo que, se supone, son los expertos en arreglar los traspiés anímicos que podemos tener. Pero la vez que lo intenté me decepcioné. El médico que me atendió me dijo que no me hiciera problema, que ya iba a pasar, y me recetó unos antidepresivos. Fui solo una vez, y lo sentí innecesario.

 

Cuando mi único hijo, a sus 18, me dijo que ya no me aguantaba más y se fue dando un portazo, quedé muy triste. La muerte de mi esposa, dos años antes, también me había golpeado. Pero no tanto. La partida de mi muchachito me tocó mucho, muy hondamente. Me ratificó que no servía para nada, porque ni siquiera buen padre podía ser. Ahí fue cuando consulté con el psiquiatra. ¿Para qué sirvo? Bueno… ¿par qué servía? Esa fue la pregunta que me acompañó toda la vida. Pregunta que, en un sentido, nunca pude esclarecer.

 

Bueno, ya que empecé a contar… se los cuento completo. No crean que lo hago para “descargar”. Solo lo relato para que entiendan por qué me dejé caer bajo ese tren, y no me tomen por un chiflado. Hay explicación. Un sacerdote me dijo alguna vez que, habiendo causa justificada, dios perdona a los suicidas. Yo, por cierto, tengo más que super justificadas causas. ¿Quieren saber?

 

Siempre me sentí menos, que no daba la talla. Del mismo modo, siempre me callaba eso, lo ocultaba. Veía cómo a los otros les iba bien, pero yo siempre tenía la sensación que fracasaba. En todo. No quiero aburrirles, pero si hago el recuento de mis desventuras, los podría tener aquí varios días, contando todos los infortunios, interminables infortunios que fueron marcando mi vida.

 

De niño, cuando cursaba la escuela primaria, recuerdo haber recibido siempre la burla de mis compañeritos. Yo era algo gordo… Bueno, en realidad: bastante pasadito de peso. Eso hacía que los otros niños, y también las niñas, crueles como somos en la infancia, se rieran. Me habían puesto un apodo muy desalmado, que prefiero no mencionarlo, porque me haría llorar una vez más. Además, mi renguera -era poca, pero se notaba- me daba una figura más vulnerable aún. Más miserable, diría, para ser preciso.

 

No se los conté, claro… Cuando tenía seis años tuve un accidente con mi papá, al caernos de su moto. Él quedó bastante mal; tuvo yeso por varios meses, y no pudo trabajar, lo que hizo que la pasáramos muy mal económicamente. Mi mamá, que no estaba preparada para eso, salió a conseguir algo por ahí, y con esfuerzo podía traer unos míseros centavitos a la casa. Yo me recuperé, pero me quedó esta cojera, que llevé por toda mi vida. Lo peor del caso fue que mi viejita salía a trabajar en lo que podía, pero nunca tuvimos claro que hacía exactamente. Lo cierto es que, durante ese período tan duro que tuvimos por muchos meses, siempre había un plato de comida en la mesa. Años después, en mi adolescencia, y de un modo que no viene a cuento confesar, me llegó la información de que, durante ese período, la pobre se prostituyó. No era tan vieja en ese entonces: andaba por sus treinta y tantos y, por supuesto, algún cliente aparecería. Según vi más tarde en algunas fotos, era bien parecida. Claro que hay gente que paga, eso es así, sin dudas.

 

Cuando lo supe, no quise saberlo. Quiero decir: me las ingenié para sacarlo de mi cabeza. Me desagradaba muy profundamente, me hacía mal pensar en eso; de ahí que hacía como que no podía ser verdad. De todos modos, por los datos concretos que me dieron, todo indicaba que sí, efectivamente, podía haber sido así. No me consta, pero parece que así fue realmente. Con el tiempo pude ir minimizándolo; cuando por allí escuchaba que alguien decía ese insulto: “hijo de puta”, ya me daba risa, y estaba tentado de levantar la mano y decir “presente”.

 

Como ven, son muchos, demasiados los golpes que fui teniendo. Y nunca entendí por qué. Parecía que la vida se ensañaba con mi persona. Todo me salía mal. De adolescente tampoco la pasé muy bien. Al contrario, diría que fue el peor período de mi vida. Casi no tenía amigos. Mi gordura contribuía a ello. Fue ahí que decidí adelgazar a cualquier costo. Y así vino la bulimia.

 

Compulsivamente dejé de comer. Prefería pasar hambre y no seguir engordando. Pero conseguí lo contrario. Iba a vomitar, sin decírselo a nadie, pero después me daba más hambre, y más compulsivamente venían los atracones. Y luego: más vómitos. Era un círculo vicioso que me tenía loco. Al final, con el tiempo -creo que como dos años me duró esto- fue cediendo. De más está decir que mis años juveniles fueron los peores: con este trastorno alimentario y mi timidez sin par, mi vida era un suplicio. Pero lo peor es que todo eso lo vivía en total soledad, en silencio, no teniendo nadie en quien confiar para contárselo.

 

Salía muy poco, me la pasaba la mayor parte del tiempo solo, en mi cuarto. A veces, los viernes o los sábados por la noche, para hacerme el “normal” ante la familia, salía. Yo decía que salía con mis amigos, pero no era cierto. Salía solo, sin rumbo. A veces terminaba en un club nocturno, pero como siempre estaba muy corto de dinero, no pasaba de tomarme una cerveza y ver a las chicas bailar. No me atrevía a ir con una trabajadora sexual. Pensaba que eso había hecho mi mamá, y me espantaba. Cuando veía a mis amigos -mis pocos amigos, aclaro, contados con los dedos de una mano, dijo el manco- o a un par de primos que tenía, que salían con sus parejas, los envidiaba profundamente. Había perdido mucho peso; ya no era el gordito tonto de quien se burlaban -en la escuela secundaria eso se puso peor a partir de que tuve que comenzar a usar lentes-. Gordo, rengo, con lentes y con un acné que me llenaba la cara de pústulas con pus, no era precisamente el muchachito de la película, el ganador exitoso. Además, mediocre alumno. Aclaro que siempre fui lento para entender las cosas; intelectualmente fui toda la vida un cero a la izquierda -de grande nunca pude dejar de contar con los dedos, porque no podía hacer operaciones sencillas como, por ejemplo, ocho más cinco-. Esto, solo para que se den una idea. Lo confieso con mucha vergüenza: nunca pude leer un libro completo. No los entendía. La Biblia la hojeé varias veces, pero jamás entendí un pepino. Si no entiendo una simple indicación que me dan, aunque ponga cara circunspecta, seria, dando a entender que estoy procesando correctamente lo que me dicen, mucho menos voy a comprender una parábola, una formulación elíptica. Para mí, todo eso es chino, aunque luego citara pasajes del libro sagrado como si los conociera a la perfección. Como van viendo: puras mentiras, puro humo vano.

 

Mis padres se daban cuenta que tenía esas…, llamémosle: rarezas. Nunca me dijeron nada cuando intempestivamente salía corriendo al baño para vomitar. Supongo que se daban cuenta que algo pasaba, pero me parece que preferían mirar para otro lado, haciendo como que no se enteraban. Lo que sí recuerdo con amargura es que me preguntaron varias veces si tenía novia. Por supuesto, yo no tenía, pero decía alguna tontera para salir del paso, algo así como “tengo algo por allí, nada serio”. De más está decir que no podía acercarme a una mujer. Temblaba, prefería que eso no apareciera nunca, porque me ponía muy nervioso: me sudaban las manos, tartamudeaba. Una vez hasta mi hice pis encima, cuando tuve que hablar con una muchacha que me gustaba. Recuerdo que había una vecinita, muy bonita ella, que creció junto conmigo, en la casa contigua. Yo la miraba de lejos; me gustaba, pero temblaba si la tenía cerca. Recuerdo que una vez -fue su único intento, porque seguro que salió espantada luego de mi respuesta- me dijo, muy seductora, que cuándo la iba invitar a tomar un café. “Algún día, ahí veremos”, respondí. Por supuesto, nunca más me dirigió la palabra.

 

Recuerdo con mucha, demasiada amargura, una vez cuando andaba por los quince, o algo así, que mi madre llegó con el escaso grupito de amigos adolescentes -uno de ellos me lo contó luego, por supuesto mofándose- para decirles que me tuvieran compasión. Sí, sí… ¡así como suena! Com-pa-sión, porque yo era un poco “apocado”, dijo. ¡Qué terrible! ¿Pueden imaginarse ustedes una madre así? Con familiares así, como se dice, ¿para qué quería enemigos? Yo el tonto, yo el bobito…, dicho por mi propia progenitora. ¡Por dios!

 

Ya a mis veinte no era gordito, y el acné había ido desapareciendo, así como los atracones y luego los vómitos. Pero seguía la timidez tremenda. Fue la época en que empecé a trabajar. Mi paso por la universidad fue rápido. Como siempre, y en todo, fui mal. Un nuevo fracaso, estrepitoso para el caso. Me inscribí en la carrera de Derecho. Aguanté unos pocos meses; viendo que no daba la talla -nunca entendí una palabra lo que explicaban los catedráticos- dije que no me gustaba eso, que prefería otra carrera. En realidad, no era cierto: no me gustaba ninguna carrera, y rápidamente vi que era imposible que yo pudiera graduarme de algo. Pero para hacerme el normal, dije que el año siguiente probaría con Sociología. Mientras, comencé con mi primer trabajo: cajero en un banco.

 

Al año siguiente fui nuevamente a la universidad, pero ya ni me acuerdo qué excusa puse, pero a los pocos meses dejó los estudios para siempre. Vi que lo mío no era eso. Aunque ya me preguntaba: ¿qué es lo mío? Nunca pude saberlo.

 

Recuerdo que una vez, pensando que dormía, mis padres hablaron entre ellos acerca de mi persona. No estaba dormido; no quise escuchar, pero los escuché. Recuerdo que mi madre, algo alterada, se preguntaba con amargura si yo no sería homosexual. Yo también me lo preguntaba, pero claramente no lo era. Nunca me gustaron los chicos. En realidad, siempre me desagradaron las personas homosexuales. Pero por una cuestión social no podía presentarme como homofóbico. En secreto siempre lo fui, y mucho. Es más: creo que mi hijo se fue de casa porque es gay. Nunca me lo dijo, pero lo sospecho. La cuestión es que, en público, por estas cosas que se llaman “corrección política”, jamás hablaba mal de la comunidad de la diversidad sexual. Como les decía, a mí nunca me erotizó un hombre, y sí una mujer. Pero tenía serias, muy severas dificultades para encarar una chica. Por supuesto que no era maricón, pero mi eterna falta de pareja podía hacerlo pensar.

 

Después del banco pasé por muchísimos trabajos, siempre en oficina: empleado administrativo en un ministerio, trabajé también en un hospital como ayudante en la sección contable, lo mismo en dos bancos más, hasta que llegué a la compañía de seguros, donde estuve años, hasta mi muerte. Recién a los treinta tuve mi primera -y única- novia. Y fue ahí, me duele confesarlo, pero así fue, donde tuve mi primera relación sexual.

 

La muchacha era excelente persona, pero tenía un grave problema: tenía labio leporino y paladar hundido. En otros términos: no era muy bonita la pobre. Presentaba problemas para hablar e, igual que yo, había llegado a sus treinta sin pareja y sin vida sexual. Ni sé cómo, finalmente nos terminamos casando. Diría que fue ella la que tomó la iniciativa. Pero el mismo día de nuestra boda hubo una catástrofe. Nos casamos en la ciudad de donde ella era originaria: B. Por tanto, mis padres fueron hacia allí, para asistir a la ceremonia, con tanta mala suerte que el avión en que viajaban cayó, muriendo todos sus ocupantes. El casamiento se hizo de todos modos, pero sin fiesta. Tuvimos que cancelarla el mismo día. Mi matrimonio, desde el inicio, estuvo marcado por la desgracia.

 

Si no los estoy aburriendo, continúo con el relato, aunque supongo que los debo tener algo -o muy- cansados con esta interminable sucesión de catástrofes. Pero así fue mi vida. Creo que empezarán a entender por qué ya estaba harto de ella. A nadie en su sano juicio le gustaría recibir esta sucesión interminable de cachetazos. ¿Por qué me pasaba todo esto? Nunca llegué a comprenderlo.

 

Decía recién -pregunta que atravesó toda mi vida, y sigue presente ahora, luego del suicidio- ¿para qué soy bueno? Ahora tengo la plena certeza para la respuesta: soy bueno para mentir. Siempre, toda mi vida, jugué casi mágicamente a ser lo que no soy, a aparentar, a hacer prestidigitación de mis cosas. Como un buen mago haciendo esas tramoyas que, sabemos son solo trucos, juegos de mano muy bien realizados, pero pasan por verdades que hacemos como que las creemos -el conejo estaba escondido en un doble fondo de la galera, obviamente-, así fue mi vida. Siempre hice como que todo iba bien, siempre sonriente, impecable diría. Bueno, un buen vendedor de seguros tiene que transmitir algo así: todo el tiempo alegre, dispuesto a atender y dar la razón a sus clientes, amable. Pero por dentro… ¡ya se imaginan!

 

¿Para qué soy bueno? ¡Para mentir! Soy el peor de los homofóbicos, pero me hago pasar por un tipo muy abierto… y tengo un hijo homosexual. Yo puedo soportarlo, pero él a mí, veo que no. Fingí todo el tiempo, en todo, en cada momento de mi vida. Cuando ya teníamos a S., con cuatro años, mi esposa volvió a quedar embarazada. Venía una niña, pero hubo complicaciones en el parto, y murió la bebé. Yo hice como que me afectaba mucho esa pérdida, pero en realidad, muy en secreto, no fue así. Es más: me asustaba muchísimo tener un segundo hijo, porque a duras penas había podido con el primero. Una mujercita que llegaba se me hacía de lo más problemático: no tenía idea cómo criar a una hija mujer. Esa muerte, para mí, fue salvadora. Por supuesto, siempre me mostré muy compungido, y por años acompañaba a mi mujer al cementerio a poner flores en la tumba de la pequeña. Secretamente, de todos modos, pensaba de la que me salvé.

 

En todo fui siempre así: muestro una cara, pero a escondidas hay otra, la real. Me hacía pasar por una persona medianamente culta. Siempre decía que me habían faltado un par de materias para graduarme de abogado, y que por diversas circunstancias de la vida no había podido serlo. Hondamente, en secreto, sabía que había allí una tremenda mentira. La gente se lo creía; o, al menos, eso creía yo. Citaba autores importantes, aunque solo el nombre y el título de sus obras principales conocía, obras que, por supuesto, nunca había leído. Daba una impresión de seguridad, cuando en el fondo yo sabía que temblaba a cada instante pensando si iban a descubrir mi impostura.

 

Así fue todo: mi pobre esposa no era muy agraciada -había sido sometida a una operación de niña, pero no había quedado muy bien-. De todos modos, yo siempre le ponderaba su belleza. ¡Qué hipócrita! ¿no? Cuando murieron mis padres en ese accidente, por supuesto que mostré aflicción. Como no podía ser de otro modo, al lado de la satisfacción que sentía por haberme casado, cosa que nunca pensé que podía suceder, me presenté triste, acongojado. ¿Quieren saber la verdad? Ni por cerca estaba triste. Tenía una sensación interna de profunda alegría, casi de euforia: nunca le perdoné a mi padre el accidente en la moto que me dejó cojo para toda mi vida, aunque siempre le dije que no guardaba rencor alguno por ello. Y junto a eso, ahora lo puedo decir, porque ya estoy muerto y a nadie le va a importar: siempre llevé como un puñal clavado lo de mi madre: era una vulgar prostituta, y dudaba de mi orientación sexual. Y algo que jamás pude tragar, algo que siempre me taladró la vida, fue cuando la muy hija de puta fue a pedir por mí a mis amiguitos -si así se les podría llamar, aunque no lo eran- tratándome de tonto, de apocado. ¡Por favor!

 

Si salí tan fallado, tan lleno de traumas, si fui siempre el hazmerreír de todo el mundo -recuerdo con vergüenza lo de mi vecina, por ejemplo, o la única vez que me atreví a ir con una meretriz y no tuve erección, por lo que la pobre esbozó una sonrisa comprensiva-, si lo único que pude hacer fue tener tropiezo tras tropiezo, eso tiene algún origen ¿verdad? Por lo que sé, eso se debe a mis queridos papitos. Bueno… queridos…. ¡Por favor! No sé si fueron ellos los que me arruinaron la vida, o la vida se encargó de hacerme todo tan difícil.

 

Leí por allí que el suicidio, en una explicación totalmente distinta a la que da la iglesia católica, no es un acto voluntario, ofensivo a los designios de dios, sino que tiene que ver con una fantasía. O una enfermedad mental, mejor dicho: no se mata uno mismo, sino que mata a otro que tiene incorporado en su psique. Eso creo haber entendido. Si no estoy mal, en este caso, a los padres. Bueno: yo los maté con ese tren que me arrolló. ¡Y bien matados! Claro que para matarlos a ellos -aunque ya habían muerto con la caída del avión- tuve que morir yo. Pero ¿qué le vamos a hacer?

 

Había empezado este relato -y espero no haberlos aburrido demasiado, y así fuera, pues bien, les felicito por su paciencia…, ya estoy terminando, había empezado, digo, buscando sacar conclusiones. Entonces, creo que esta es la fundamental: valió la pena.




miércoles, 9 de abril de 2025

BALAZOS

Cuando salía de la iglesia acompañada por uno de sus guardaespaldas, Ricardo, ahí estaba el otro, que también hacía de chofer, Mauricio. Era con él con quien mejor se entendía.

 

María de las Mercedes, siempre radiante, con sus 20 años recién cumplidos, era continuamente observada muy de cerca por sus dos guardaespaldas, quienes nunca la dejaban sola. Esa era la orden dada por sus padres, el encumbrado empresario y congresista, don Álvaro García Torrebiarte de la Vega, y su madre, de ascendencia aristocrática, quien ostentaba el título de baronesa, doña Etelvina Sánchez Fontana de Fuentes Loarca.

 

Además de sus bien armados cuidadores, siempre listos para entrar en acción si era necesario, también la observaba muy de cerca una interminable lista de admiradores, todos pertenecientes a la alta sociedad del país. La muchacha había hecho ya su elección: un apuesto joven heredero de una de las fortunas más grandes, jugador de polo, y también miembro del Opus Dei, como eran María de las Mercedes y sus padres.

 

Su mundo parecía de fantasía; cuidada con el mayor esmero desde su nacimiento, nunca le faltó nada, ni en lo material ni en el cariño interminable que le prodigaban sus padres y parientes varios. Era hija única; por tanto, todas las atenciones de la familia estaban dedicadas a ella. Reiterados viajes a Europa, un pony, los juguetes más variados, una bicicleta hecha a pedido por manos orfebres que costaba casi tanto como un automóvil, eran algunos de los obsequios que la engalanaban colmando más de una habitación de su casa, así como su ego.

 

En ese clima había transcurrido toda su vida; para ella era totalmente normal que sus deseos, casi al instante, se cumplieran. Además de su encumbrada posición económica, también su belleza ayudaba a la admiración con que, en general, era tratada. En un país donde lo habitual era la piel morena y el cabello negro, una blanca nívea de rubia cabellera y ojos celestes resaltaba por sobre los demás. Su físico, muy bien trabajado en interminables horas de gimnasio, contribuía a resaltar más aún la diferencia.

 

María de las Mercedes sabía todo esto, y lo aprovechaba. Cada movimiento, cada sonrisa o cada mohín, los tenía perfectamente estudiados. Su vida, además de parecer perfecta, daba la sensación de ser una escenificación, la representación de un guión previamente establecido. Como en una obra teatral -¿comedia o tragedia?- trataba de tener todo calculado, pensando cada detalle. En muy buena medida, lo lograba.

 

Para mucha gente esa atmósfera edulcorada que transmitía terminaba siendo insoportablemente empalagosa, insufrible. Era una muñeca de porcelana con una fingida, siempre impostada actitud, viviendo entre humanos, todo el tiempo sonriente y feliz. “Parece que nunca sudara. ¿Tirará pedos alguna vez?”, se preguntaban sarcásticos algunos. Para otros, había algo de fascinación, de seducción hipnótica en todo su actuar. Figurita adorable para unos, payasesca puesta en escena para otros. ¿Vulgar comedia dulce o amarga tragedia lacrimosa?

 

Lo cierto es que la joven nunca dejaba de provocar comentarios, positivos o negativos. Su presencia no podía pasar desapercibida. Cuando se presentaba en pareja con su novio -Ezequiel Grosjean- quien, sin ningún lugar a dudas, no era un pusilánime segundón -miembro del equipo campeón de polo, con reconocimientos internacionales-, María de las Mercedes terminaba opacándolo. Al joven no le quedaba otra alternativa que ser “la pareja de”, desapareciendo su identidad de heredero multimillonario, con tanta o más fortuna que la familia de la muchacha.

 

Como ambos eran miembros activos del Opus Dei, se habían hecho el fiel compromiso de no mantener relaciones sexuales antes del matrimonio. Claro que la promesa era un tanto ambigua, pues no hablaba de virginidad, sino de no copular entre ellos. Eso, aunque no lo decían, no eximía de la posibilidad de tener sexo fuera de la pareja. Si bien era un tema del que jamás hablaban entre sí, había un tácito acuerdo de silencio, pues María de las Mercedes sabía que su novio andaba haciendo alguna que otra diablura por allí. “En fin…, cosas de hombres”, razonaba. “No se le puede exigir algo que va contra las hormonas”. En secreto, con alguna de sus más íntimas amigas, se permitía decir, avalando la conducta “traviesa” de su novio: “Para eso están las putas, ¿no?

 

Por el contrario, el joven jamás ponía en duda la reputación de su amada. Veía con los mejores ojos la negativa de María de las Mercedes a tener relaciones sexuales con él antes del matrimonio. Algunos de sus más íntimos allegados bromeaban muy en privado con Ezequiel sobre esa abstinencia. “Soy de la vieja guardia, si lo quieren; pero me siento muy feliz así, sabiendo que voy a ser el primero”, respondía altanero, muy seguro de sí.

 

¿Y cómo estás tan seguro que vas a ser el primero?”, bromeaban los otros.

 

Una buena católica no miente”, agregaba orgulloso, altivo, mientras sus amigos reían por lo bajo.

 

Ese inamovible convencimiento de Ezequiel no quedaba claro si se debía al profundo enamoramiento que sentía por su novia, o al que sentía por sus valores y su fe ciega en los principios que decía seguir. ¿Enamorado de su pertenencia al Opus Dei?

 

Una buena católica no miente…”, repetía uno de sus amigos, con una sarcástica, casi mefistofélica sonrisa. “¿Podrá ser cierto? Mmmm, yo lo dudo”. Eso encendía la ira de Ezequiel. Las discusiones, de todos modos, nunca pasaban de esos intercambios mordaces, donde el joven millonario se mostraba refractario a cualquier posibilidad de duda sobre la integridad moral de su novia. Zanjaba la situación cambiando de tema.

 

Ezequiel no tenía ojos para otra mujer que no fuera su novia. Para María de las Mercedes las cosas no eran exactamente así: además de a su novio, miraba hombres, y mucho, y se la pasaba fantaseando. Nunca lo decía, mucho menos a su pareja, pero pasaba largas horas viendo material pornográfico. La promesa que se habían hecho, al menos para ella, estaba más que clara: no mantener relaciones sexuales antes del matrimonio…. ¡entre ellos!

 

El permiso que le otorgaba a Ezequiel para hacer sus travesuras en algún momento antes de casarse, entendía que podía ser recíproco. No lo expresaba en voz alta, aunque lo pensaba todo el tiempo. Prefería no enterarse de lo que él podía hacer; la cuestión era mantener la promesa. Fundamentalmente, para poder decir la noche de bodas que su flamante esposo fue el primero.

 

De todos modos, se hacía un engaño mental para figurarse que así sería. Pero sin decirse que había otro. Claro que, lo de la virginidad para su futuro esposo, se guardaba como el tesoro más preciado; en tal sentido, era cierto que no había nadie previo a Ezequiel. Sin embargo, había otro en su vida.

 

Desde hacía un tiempo María de las Mercedes tenía como amante a uno de sus guardaespaldas: Mauricio. Mantenían una relación ultra secreta; nadie, en absoluto, podía sospechar, dada la forma en que lo hacían, cuidando hasta el más mínimo detalle. Lo cierto es que la muchacha, para cumplir con su promesa conyugal, solo tenía sexo anal. Lo prometido a su amado se cumpliría: él sería el primero. Al menos, según los parámetros clásicos de lo que se consideraba sexo “normal”; o sea: con penetración vaginal.

 

El joven jugador de polo conocía bastante a los dos guardianes de su novia; sin embargo, dada su alcurnia, mantenía un trato distante con ambos, dirigiéndoles rara vez la palabra. Sabía marcar distancias, haciendo ver que eran de otra categoría social. Para el otro guardaespaldas, Ricardo, ex militar que había trabajado en los servicios de seguridad del Estado, en todo momento listo para sacar su pistola, Ezequiel no era de su agrado. Siempre altanero y distante para con los empleados, lo odiaba profundamente. Por supuesto, eso no lo dejaba ver; pero en secreto albergaba la esperanza de poder “pegarle un tiro en la cabeza a ese engreído.

 

Ricardo continuaba siendo un sabueso para los seguimientos, herencia de su trabajo en Inteligencia Militar. Algo le hizo sospechar que su compañero y la muchacha guardaban un secreto. Por supuesto, no se equivocaba. Si bien los amantes intentaban no dejar ninguna huella, para alguien formado y acostumbrado en el seguimiento y la detección de personas, no fue muy difícil descubrir la relación. Lo cierto es que se las ingenió para conseguir algunas comprometedoras fotos del romance.

 

Cuando María de las Mercedes las vio, quedó sin aliento. En el anónimo que las acompañaba pudo leer que no debía decir una sola palabra del hallazgo a Mauricio. Por lo pronto era chantajeada, indicándosele pagar una fuerte suma de dinero; caso contrario, su novio se enteraría.

 

No siguiendo esas instrucciones la muchacha, hondamente tocada por la noticia recibida, lo contó todo a su amante. Mauricio de inmediato sospechó que esto podía ser obra de su compañero. De todos modos, había que ser muy cauteloso en los pasos a dar: si contaba a Ricardo de sus amoríos con la joven, la situación podía complicarse mucho más. Buscó la manera de investigar lo que se pudiera, sin mostrarse en ningún momento involucrado sentimentalmente.

 

La noto medio rara a María de las Mercedes últimamente, ¿no te parece?”, comentó como al azar con su colega. Ricardo fue parco en su respuesta:

 

No, no noté nada”.

 

Es como si le estuviera pasando algo, algo que la preocupa”, insistió Mauricio.

 

Puede ser”, dijo lacónico Ricardo. Y dio por terminada esa conversación, cambiando de tema.

 

María de las Mercedes recibió una segunda misiva, conminándola a pagar con urgencia -daba los detalles precisos de cómo hacerlo-, o su novio recibiría las fotos. Entró en pánico.

 

Desoyendo los consejos de Mauricio, sin decirle nada a él, de sus propios ahorros pagó una parte de la cantidad solicitada. Eso le permitió estar algo más tranquila en el momento siguiente al pago. Pero fue muy momentáneo: Ricardo, siempre en forma muy sutil -era un especialista en el sigilo- le hizo saber que o pagaba todo lo solicitado, o que se mostraban las fotos. El horror de la joven creció en forma exponencial.

 

Tenía el dinero solicitado; ese no era el problema. La cuestión estribaba en qué seguiría después. Ya se veía sometida a los peores escarnios. Claro que, como respuesta…. ¡seguía manteniendo su virginidad! En eso no había fallado. De todos modos, se tornaba horrible, complicado, sumamente engorroso demostrar que se estaba ante un vil chantaje. Hasta llegó a pensar que, llegado el caso, podría pedir un peritaje forense con un ginecólogo para demostrar en forma fehaciente que no había estado sexualmente con nadie, y que las fotos seguramente estaban trucadas.

 

Con una mal disimulada crisis de llanto, tratando de no levantar sospechas en nadie, ni en su casa paterna ni en el otro guardaespaldas, decidió contar a Mauricio cómo estaba realmente la situación. La reacción de éste fue visceral.

 

¡Hay que matar a ese cabrón hijo de puta de Ricardo!”. Delante de María de las Mercedes, su cuidador y amante se permitía hablar del modo más vulgar, soez, tal como era su costumbre. Ante la gente, no -la trataba de usted, siempre con el mayor respeto, con distancia-.

 

Pero ¿cómo saber que es él? No tenemos ningún indicio cierto”, respondió con timidez la muchacha, intentando ocultar sus lágrimas y sus temblores.

 

¡Por supuesto que los tengo!”, respondió rotundo Mauricio. “El otro día lo seguí, con mucho disimulo, y vi cuando recogía el dinero que le dejaste en ese baño público. Iba oculto, tratando de no mostrar su identidad. Hasta barba postiza se había puesto el muy payaso. Pero lo vi clarito: ¡era él!

 

María de las Mercedes quedó paralizada. “¿Y no podrá ser Ezequiel, que se enteró y me está poniendo a prueba?

 

¡No! Tu novio es muy ton…”; calló repentinamente, queriendo subsanar el equívoco. O, mejor dicho, la expresión que le salió del alma. “No creo que tu novio pueda hacer algo así”, se corrigió. “Él es muy buena gente”, agregó intentando edulcorar lo dicho.

 

Luego de un tenso momento de silencio, la joven preguntó con voz entrecortada: “¿qué hacemos entonces?

 

Luego de sollozos y reproches, mientras Mauricio en lo único que pensaba en ese momento era en hacer el amor, y la joven miembro del Opus Dei solo quería ver cómo salir de este atolladero, entre ambos urdieron el plan. Se juraron un pacto de secretividad, y que, si todo salía bien, serían amantes para toda la vida. Aunque, por supuesto, en la más absoluta secretividad, y nadie sabría nunca nada de este evento que ahora estaban queriendo arreglar. A partir de ahora, tratarían prácticamente de no tener más trato entre ellos, haciendo eso evidente a ojos de todo el mundo. Había que enfatizar el distanciamiento.

 

Se trataba de forzar una enemistad de Ricardo con ella, y ello, en muy buena medida, ante la presencia de Ezequiel. Había que demostrar que el guardaespaldas era un insolente, que se había propasado con la muchacha, que desobedecía sus órdenes. Para ello había que aplicar una buena dosis de mentira, o mejor dicho aún: de cinismo. Ambos lo actuarían convenientemente: ella mostrando su malestar con el empleado, Mauricio corroborando todo lo que denunciara María de la Mercedes.

 

La muchacha comenzó a darle indicaciones muy confusas, mandándolo con el vehículo a hacer diligencias a direcciones inexistentes, haciendo adrede que no coincidieran en los horarios forzando así desencuentros, lo cual permitía protestar luego airadamente, siempre con público a su alrededor, haciendo evidente su malestar ante la ineficiencia de Ricardo. Sus protestas fueron tornándose cada vez más virulentas, y por tanto, más histriónicas.

 

A los gritos, delante de sus padres a veces, vociferaba, por ejemplo, que “usted no me esperó con el carro donde yo le dije, y tuve que pedir un taxi. ¡¿Para qué quiero un guardaespaldas así?!” Todo eso preparaba las condiciones para hacer del guardaespaldas un estorbo en vez de una ayuda.

 

Alguna vez, como parte del plan pergeñado y como última gota que debía hacer rebasar el vaso, le dijo a su novio, con cara de circunstancia, que “ese atrevido de Ricardo me está haciendo insinuaciones”.

 

Ezequiel montó en cólera. Eso, sumado a todas las airadas protestas que su “adorada novia” venía presentándole en estos últimos días, hicieron que tomara la decisión: hablaría con los padres de la joven para sugerir -no podía hacer otra cosa- que consideraran la posibilidad de despedir a ese “muy mal sirviente.

 

Todo salió como lo habían planificado los dos amantes: el empresario y congresista, junto a su esposa, se mostraron muy molestos con lo relatado por la hija. Para echar más leña al fuego, Ezequiel -quien ya se había ganado un respetado lugar en la familia de la muchacha- rubricó todo lo anterior asegurando que sí, le constaba, que ese “deshonesto y desubicado guardaespalducho” andaba haciendo desastres, “contrariando a mi María de las Mercedes en todo e insubordinándose de modo irreverente”. Aseguraba -lo cual era cierto- haberlo visto con sus ojos. María de las Mercedes siempre buscaba algún pretexto para mostrarse molesta ante alguna supuesta falla de Ricardo. Y si era necesario, agregaba Ezequiel, podía preguntársele al otro guardián, a Mauricio, que sí era de confiar. “Yo veo con qué respeto trata a mi prometida. Así debería actuar también el otro. Ese tal Ricardo, o como se llame. Pero de verdad, creo que es un problema seguir teniéndolo contratado.

 

La convicción con que hablaba el novio, más el llanto dolido de la hija, hicieron que el matrimonio tomara la decisión de despedir al empleado. Los amantes, entonces, sonreían satisfechos: el plan se estaba cumpliendo.

 

Si ahora Ricardo reaccionaba y sacaba a relucir las fotos, era fácilmente demostrable que ello constituía una venganza a partir del despido, que eran todas patrañas, pruebas fabricadas. Lo planificado por los amantes, sin dudas, tenía lógica, era muy consistente. Todo jugaba a favor de sospechar del guardaespaldas “insolente”, y nadie podría tomar en serio esas fotos.

 

Sin embargo, el plan de María de las Mercedes y Mauricio no contaba con un contra-plan. Efectivamente, Ricardo ya lo tenía bien preparado. Al día siguiente de ser despedido, invitó a su ahora ex compañero a conversar un rato y “echarse unos tragos para olvidar penas.” Mauricio, para evitar toda sospecha, aceptó.

 

Las quejas de Ricardo fueron muy sentidas, llegando casi al borde de las lágrimas. Parece que en esta historia todo el mundo jugaba a ser el mejor actor posible. Las máscaras no faltaban. Mauricio lo acompañaba en sus doloridas quejas.

 

¡Qué injusticia, mi hermano! ¡Qué injusticia! Nunca pensé que esta niña fuera tan hija de puta”. El todavía guardaespaldas asentía, dándole la razón. Las quejas lastimeras permitían los tragos. En la cantina de mala muerte donde se encontraban, no había alcohol de buena calidad. Por tanto, con unas cuantas copas las borracheras venían rápido.

 

Sabiendo de la facilidad con que Mauricio aceptaba beber cuando era invitado, Ricardo no cesó de insistir en uno y otro trago, sin detenerse. Conocía bien esta debilidad de su ex compañero de trabajo. Después de una botella y media de licor barato, el amante furtivo ya daba muestras de los efectos etílicos. Ricardo, por el contrario, se mantenía totalmente sobrio. Aprovechando esa condición de somnolencia, de aletargamiento en que iba cayendo su interlocutor, sutilmente el ex militar -conocedor de esta técnica de interrogatorios- pedía más alcohol al cantinero, y profundizaba sus preguntas.

 

Estaba linda la Meches, muy linda ¿no es cierto? Yo siempre me la hubiera querido comer, pero no me atrevía siquiera a insinuarle algo”, iba diciendo, preparando así el ambiente propicio para la buscada confesión. Mauricio, cada vez más adormecido, anestesiado por la bebida, se atrevió a decir: “¡Yo sí me la comí, hermano!

 

¿De verdad? Uy… te envidio. ¿Y cómo fue la cosa?”. Ricardo reía para sus adentros. Estaba grabando todo. El actual guardaespaldas no sabía que el especialista en interrogatorios -trabajó cuatro años en eso, utilizando todos los métodos necesarios para obtener confesiones- había tomado, antes del encuentro, una fuerte dosis de iomazenil, el fármaco que evita los efectos de la borrachera. “Mañas de otras épocas”, sonreía triunfal el interrogador.

 

Volvió a pedir otra botella. Mauricio vomitó todo. Lo que había pasado con la muchacha, y luego lo que tenía en el estómago. Esto último no importaba; en esos antros de baja calidad esto era harto común; por eso ponían aserrín en el piso. El otro vómito quedó consignado en una prueba irrefutable.

 

Pero, ¿de verdad era solo anal?

 

Si, te lo juro por dios. La muy zorra quiere llegar virgen al matrimonio.

 

Pero… ¿y el novio? ¿Qué pasa con él?

 

Se ríe de ese tonto. Lo toma solo como diversión.

 

Ricardo ponía su mejor cara de estúpido; fingía sorpresa ante cada respuesta de su interrogado. Con calidad fue obteniendo una completa declaración, que quedó grabada. Para evitar contratiempos de último momento -era muy prevenido- llevó dos equipos de grabación, ambos muy bien ocultos. Mauricio solo había sido guardaespaldas; de sicario a sueldo en sus mocedades pasó a su actual oficio, siempre manejando armas. La brutalidad era lo suyo. Ricardo, por el contrario, tenía todas las sutilezas de un excelente interrogador, aunque no faltándole la fuerza bruta cuando ello era necesario.

 

Una vez obtenido lo que buscaba, Ricardo tuvo el camino más fácil. Un par de días después de ese encuentro en la cantina, volvieron a reunirse. El ahora ex guardaespaldas siguió con su planificación. Le hizo escuchar la grabación a su compañero, y le propuso que siguieran adelante con las extorsiones. Era momento de sacarles mucho dinero a sus patrones.

 

Esos asquerosos explotadores nos viven pisoteando. ¡Jodámoslos ahora!”, dijo con tono grave. Mauricio no salía de su asombro. Aunque de un modo sumamente confuso, casi sin confesárselo, quería a María de las Mercedes. Sabía que esa era una relación imposible, sin el más mínimo futuro. La promesa de ser amantes para siempre, era algo vano, risible incluso. Solo era un poco de sexo casual, y punto. Sin embargo, sentía algo por la muchacha, y jamás se hubiera atrevido a atacarla de esa manera. A sus padres, quizá sí, pero a ella nunca.

 

¡No sea tonto, hermano!”, enfatizó Ricardo, quien cuando quería ponerse serio y distante lo trataba de usted. “¿Qué le puede dejar esta mujercita más que una buena cogida de vez en cuando? Después lo va a dejar, se casará con ese infeliz con cara de imbécil del novio, y a usted, igual que a mí, nos manda a la mierda. Nos viven tratando de mierdas, ¡dese cuenta, papá!

 

El guardaespaldas-amante estaba estupefacto. Esta vez no quiso beber nada -solo una cerveza, no más, y una naranjada- porque quería estar totalmente lúcido. Debía decidir cosas muy importantes para su vida. Aceptar la propuesta de Ricardo lo transformaba en un delincuente; de hecho, ya lo había sido en su juventud -seis muertos tenía en su haber, aunque nunca había estado preso-, pero ahora era legal, un buen ciudadano trabajador. Lo asustaba la idea de la extorsión.

 

Vamos compa: no se me asuste. Estos cerdos explotadores se lo merecen. Además, la virgencita nos va a proteger.

 

¿La Meches?

 

¡No papá! Con esa puta no podemos contar. La virgencita inmaculada, me refiero a la madre de nuestro señor Jesucristo.” Ricardo había sido un feroz torturador algún tiempo atrás, trabajando para el ejército. Por supuesto que no proponía ninguna rebelión político-social contra una encumbrada familia de la aristocracia vernácula. Y mucho menos, muchísimo menos, un proyecto alternativo contra “la superioridad”, como gustaba decir. Era solo una jugada delincuencial de la peor estofa. Pero para presentarla, debía apelar a un discurso de pretendido cariz contestario. Por supuesto que nada más alejado de su ideología que una propuesta de cambio social. Lo de la protección de la virgen sí lo creía; siempre, para cada cosa que hacía, se encomendaba al “Altísimo” -así solía referirse, evidenciando su admiración y respeto reverencial para con las jerarquías- y a “la santísima madre de nuestro redentor.” Extraña combinación, por cierto: violencia absoluta contra “los asquerosos comunistas” y adoración sin discusión a un ser superior. Cada vez que iba a una sesión de tortura, se encomendaba a dios y la virgen.

 

Mauricio no terminaba de reaccionar. Las ideas se le arremolinaban. No le parecía mal obtener una fuerte suma y luego marcharse del país. Al mismo tiempo, había llegado a sentir algo por la joven. También pensaba, sin entender bien por qué, que esta jugada de Ricardo lo estaba metiendo en problemas. Le pidió algunos días para pensarlo.

 

Cuando veía a su patrona, en secreto se derretía. Le gustaba mucho, disfrutaba en su soledad mental ver que, en público, lo tratara con lejanía, pero en privado se permitieran las más osadas relaciones sexuales, cargadas de sado-masoquismo. Cuidando la virginidad, por supuesto. No podía concebir en dañarla; lo propuesto por Ricardo, aunque no dejaba de entusiasmarlo, también lo asustaba.

 

Después de meditarlo por casi una semana, decidió lo que haría. Habló con María de las Mercedes contándole lo que el ex guardaespaldas estaba pergeñando y le había propuesto a él, a Mauricio. La joven quedó espantada, y aunque sabía que eso no era para nada conveniente, con ríos de lágrimas cayó en brazos de su actual cuidador, en público, delante del nuevo guardaespaldas recién contratado, un tal Kevin. Buscaron inmediatamente el resguardo de la intimidad, y allí Mauricio le explicó lo que él había pensado.

 

Ricardo es un hijo de la gran puta. Quiere seguir chantajeándote, y te va a pedir más dinero. Y me pidió que yo también participe en la jugada.

 

María de las Mercedes escuchaba estupefacta, temblando, sin poder dar crédito a lo que oía. “Entonces, ¿qué hacemos?”, pudo preguntar con voz entrecortada, apenas audible.

 

Ninguno de los dos pensó, en ningún momento, terminar la relación. La cuestión era ver cómo manejar el asunto, cómo salir lo menos dañados.

 

Te recomiendo que le sigas el juego. Habría que llevar el dinero que te pida, y ese día, como sé que va a ser él quien va a ir a recogerlo, ahí le podemos caer en el lugar que te indique.

 

La muchacha estaba sumamente confundida. Tanto, que decidió contarle la situación a su novio. Pero, por supuesto, en una versión tergiversada, arreglada a su conveniencia. Solo dijo que estaba siendo víctima de extorsión por parte del guardaespaldas recién despedido. Ezequiel lo creyó sin cuestionar.

 

No sé qué cosas se pueda inventar ahora ese desgraciado”, agregó, preparando el terreno para cualquier acusación que ahora pudiera llegar. Y pidió que, por favor, no comentara esto con nadie, mucho menos con sus padres, los de María de las Mercedes. “En el Opus Dei no se acostumbra a ventilar problemas personales. Es de mal gusto”.

 

El joven polista sintió, como príncipe rescatando a la princesa en la torre del palacio, que debía ayudarla y terminar con cuanto malvado dragón escupefuego se pusiera delante. María de las Mercedes le contó que ya había arreglado con “ese delincuente repugnante” que llevaría la suma solicitada -50.000 dólares- a un lugar determinado. Era arriesgado, pues se trataba de un callejón en una zona peligrosa de la ciudad. La muchacha había aceptado, pensando que con eso podría dar por terminado el asunto. O, al menos, eso dijo ante Ezequiel.

 

El plan urdido con su amante era otro: Mauricio en persona estaría presente en el lugar, oculto, para abrir fuego contra Ricardo, o contra quien mandara en su representación. En medio de confusiones y tremendas emociones encontradas, expresó a su novio que tenía mucho temor, y por eso prefería no avisar nada a la policía. Don Álvaro, su padre, tenía importantes contactos a alto nivel y, de ser el caso, podría influir para enviar los hombres necesarios del escuadrón antisecuestros para actuar. Pero ella prefería no hacerlo así. Pidió, rogó, imploró a su novio que no dijera una palabra del asunto, pero que la acompañara. Y que, muy discretamente, fuera él quien abriera fuego contra el malhechor. Ella, para mayor seguridad, también llevaría un arma.

 

Ezequiel se sorprendió sobremanera con el pedido de su amada; pero como buen caballero andante -en el fondo se creía serlo- aceptó. Le parecía descabellada la idea de la joven, y más aún que ella portara una pistola, aunque era tal su grado de enamoramiento -¿o de miopía?- que no dudó un momento en hacer lo que le pedía. Su cuestionamiento no pasó de una leve mueca casi imperceptible.  

 

Por su parte, Mauricio también estaría en la escena, supuestamente, para “llenar de plomazos a ese hijo de puta de Ricardo” evitando que se consumara la extorsión. Eso era lo convenido con su amante. En paralelo, había arreglado con su ex compañero de trabajo hacer el gesto de salvador de la joven, disparar al aire, crear una situación caótica, para pedir luego con carácter de urgente a María de la Mercedes abandonar la escena, porque “la situación se había puesto, peligrosa, crítica”, y sacarla rápidamente de ese peligro, haciendo que dejara olvidado el maletín con el dinero. “Es preferible perder unos cuantos pesos que perder la vida”, sería la “explicación” dada a la muchacha. Luego repartirían el botín los dos amigos. O, con más precisión, amigos ocasionales, cómplices en un trabajo que los uniría puntualmente, para luego, con el dinero en la mano, no saber más el uno del otro.

 

En tal caso, serían cuatro las personas armadas: dos expertos en el uso de armas de fuego, cada uno de ellos con varias muertes a sus espaldas, y dos que casi nunca habían disparado un tiro -solo ocasionalmente en una cacería alguna vez-. El jueves por la noche, puntualmente a las 22 horas, sería el operativo.

 

Mercedes llegó manejando ella sola su BMW. Ezequiel lo hizo por aparte en su moto Ducati, que dejó a un par de cuadras de la escena. Los otros dos hombres se aproximaron al punto, muy discretamente. Ambos se protegieron en las sombras de la noche y de ese truculento callejón. A la hora convenida María de las Mercedes se acercó a un farol, como estaba previsto, con el maletín cargado de dólares. Los balazos rompieron el silencio de la noche. Fueron muchos; luego la policía contabilizó más de veinte casquillos.

 

Al funeral llegó una cantidad enorme de personas. La situación casi inmediatamente se tornó mediática. Como siempre, las historias fuertes -más aún si son escabrosas como esta- concitan la morbosa atención del público. Mucha de la gente que llegó al sepelio lo hizo, aunque nadie lo reconociera así, para conocer chismes. Se dieron varias versiones, incluso antitéticas entre ellas. Tal vez nadie llegue a saber nunca la verdad.

 

Lo cierto es que el maletín con el dinero no apareció en la escena del crimen. María de las Mercedes, como siempre, lucía muy hermosa en el cajón, radiante y casi con una sonrisa.




lunes, 17 de marzo de 2025

AUTOCRÍTICA

https://kaosenlared.net/una-autocritica-necesaria-en-la-izquierda/?fbclid=IwY2xjawJE-t5leHRuA2FlbQIxMAABHYbxEzKh6_l4qIbC7ztDZRC4NdKvj91YtX_C_QdoU4ndLv6N3mwS6prfOA_aem_fqTt2-Nglk0M7bXGTnuUGw 






domingo, 9 de marzo de 2025

LUCHAS SOCIALES EN ÉPOCA DE MUNDO VIRTUAL Y REDES SOCIALES

 https://cctt.cl/2025/03/09/capitalismo-del-nuevo-siglo-las-luchas-sociales-en-epoca-de-banalizacion-digital/?utm_source=mailpoet&utm_medium=email&utm_source_platform=mailpoet









martes, 4 de marzo de 2025

miércoles, 26 de febrero de 2025

JUANA

 

          Cada tanto recordaba su origen: la imagen de la favela de San Pablo le retornaba insistente. Si bien eso había sido mucho tiempo atrás –con seis años había marchado con su familia a vivir en un barrio otorgado por el gobierno, en casa de ladrillos– la historia de su infancia, y la de la violación, era algo que nunca desaparecía. Tampoco podía olvidar la histórica discriminación que sufrían los negros descendientes de esclavos africanos, tal era su caso.

          Había pasado por más de un tratamiento psicológico, y en muy buena medida había logrado procesar todo el espanto de esa pesadilla ya tan lejana. No obstante, ante circunstancias difíciles como la actual, reaparecían los viejos fantasmas.

          Se encontraba en el despacho principal, y sus dos secretarias –una morena, de Sudán, otra rubia, noruega– esperaban ansiosas alguna respuesta. La reunión con la más alta jerarquía había sido por la mañana; habían asistido representantes de todos los lugares donde la institución tenía presencia. Había, por tanto, enviados de los cinco continentes, de más de cien países.

          El encuentro había sido tenso; lo cual era comprensible: era la primera vez que la organización se hallaba en una disyuntiva tan apremiante. Las fuerzas chinas tenían ocupado prácticamente toda Asia, y su poderío misilístico nuclear apuntaba tanto a los Estados Unidos como a Europa. El margen de maniobra era muy pequeño, y el tiempo se agotaba. Pekín había sido categórico en la demanda: la Secretaría General de las Naciones Unidas debía aprobar la invasión de los dos últimos países –Arabia Saudita e Irán– o comenzaría el bombardeo impiadoso sobre las cinco principales ciudades de la costa oeste del país americano, que a su vez había tomado, con apoyo europeo, todo el Africa, incluido el norte islámico.

          Los chinos eran terminantes. Si habían dado un ultimátum, era de creerles. Y de temerles. Sus armas ya no eran como las de principios de siglo; ahora, en el 2045, gracias a una aceleración infernal de su economía y de su desarrollo científico, habían puesto casi de rodillas a Washington. No más de diez misiles intergalácticos con ojiva nuclear múltiple cargados con el nuevo material radioactivo traído de Marte –disparados desde satélites estacionarios– bastaban para terminar en pocos segundos con el país americano. Y disponían de varios cientos. La Organización de Naciones Unidas, tan manoseada por años, había vuelto a tener cierto protagonismo en el panorama internacional; era por eso que se requería su intervención bendiciendo la acción militar. Dado lo complejo del entretejido de los hechos, se había pedido también la participación de la Iglesia Católica, que aún detentaba algunas cuotas de poder. Pero no era fácil tomar una decisión.

          Justamente por eso, porque lo que se decidiera tendría consecuencias planetarias en el largo plazo, la junta de la mañana había sido larga y tensa. Nadie se atrevía a plantear abiertamente una posición belicista; pero todos sabían que la institución apoyaba, no tan en secreto, la toma del continente negro. Por tanto, de no hacer lugar a la petición china se corría el riesgo –muy alto por cierto– de ser también considerada aliada de los yanquis y de los europeos. La respuesta militar por parte de Pekín era, por ello mismo, muy posible. Y las fuerzas armadas de la institución eran muy modestas, absolutamente lejanas de poder dar una batalla con posibilidades de éxito, aunque dispusiera de armamento nuclear.

          Ambas secretarias, en provocativas minifaldas, volvieron a entrar al despacho. El nerviosismo reinaba en el ambiente. María, la pródigamente dotada nórdica de lechosa piel, intentó ser simpática con algún chiste, a modo de distender un tanto la situación. Aunque era su preferida, y en otros momentos había recibido muestras del más enternecedor cariño, ahora obtuvo por toda respuesta un pellizco en la nalga, por debajo de la falda roja. Por cierto el pellizco no pretendía ser tierno; había sido, en todo caso, una descarada agresión física. María no respondió.

          En general no se comportaba así; su actitud dominante era la serenidad. Con sus cuarenta y ocho años bien llevados y una muy buena condición física –hacía dos horas diarias de gimnasia–, aunque era persona pública, internacionalmente pública, lo cual abría la posibilidad de tener más de un detractor, no contaba con enemigos a nivel personal. Afable, siempre con una sonrisa sincera, espontánea, su carisma era proverbialmente conocido. Nadie podía decir que alguna vez se hubiera sentido mal en su presencia. Pese a su condición de persona negra, o justamente o por eso, era un paladín de la lucha antiracial.

          Una vez más, como sucedía en momentos difíciles, se refugiaba en la lectura de Bartolomeo Sacchi –en latín–; su compleja obra "Historia de la vida de los papas" la conocía a la perfección, luego de innumerables recorridos. A partir de ella se había inspirado para pintar La muerte de Juana, patética y bien lograda obra donde se plasmaba el linchamiento y consecuente muerte a que habían sido sometidos en Roma, hacia fines del siglo IX, la papisa Juana y su recién nacido hijo. Ese hecho le parecía impresionante, tanto como su infantil violación; eran de las pocas cosas, quizá las únicas, que retornaban cíclicamente en su discurso. Su pintura –hecha más a título de pasatiempo que con pretensiones estéticas serias– reflejaba un abanico de temas, y ni lo religioso ni lo truculento ocupaban un lugar de privilegio. Le interesaban por igual el amor, la niñez, el sexo o la ecología.

          Desde hacía ya un par de décadas en la Santa Sede se venía dando una serie de cambios para estar acorde a los tiempos; el aumento incontenible de las sectas evangélicas en Latinoamérica y de los grupos fundamentalistas musulmanes en Asia, Africa, América del Norte y Oceanía, así como un agnosticismo creciente en Europa y la fascinación por la robótica, habían llevado a la religión católica a una casi virtual desaparición. De ahí que la alta jerarquía vaticana introdujera osadas transformaciones en su estructura institucional, a fin de mantener con vida una tradición más que doblemente milenaria. No sin resistencias internas, en años recién pasados se había eliminado el celibato, se había aceptado la presencia femenina en el curato –las sacerdotisas, sin embargo, no podían quedar embarazadas–, había terminado por aceptarse la planificación familiar y el aborto como prácticas normales, y se había delineado una estrategia mediática que empalidecía el mercadeo de películas realizado por los hindúes, apelando a las más sutiles –y espantosas– técnicas de penetración psicológica. En esa lógica se había aliado a la Coca-Cola International Company, siendo el joint venture de provecho para ambas instancias: los fabricantes de refrescos eran bendecidos por dios, y tenían asegurada publicidad gratuita en miles de iglesias en toda la faz del planeta. Y el Vaticano, a través de un simpático y sonriente Jesús –en tres versiones: rubio, moreno y oriental– aparecía en millones y millones de envases. Dios toma Coca-Cola decían las etiquetas.

          Ante el pellizco, las dos secretarias optaron por retirarse sin abrir la boca. Sabían que cuando se ponía así era mejor no dirigirle la palabra; si bien su actitud era dulce, a veces podía adoptar un aire terriblemente agresivo. Tal era el caso ahora; y en esas circunstancias era mejor alejarse.

          Pasó hacia la sala contigua al despacho principal; allí tenía instalado su taller de pintura. Trabajar ahí, pintar un poco, cuando la tensión subía tanto como ahora, le hacía sentir bien. Pensó en una nueva versión del suplicio de Juana la papisa; desde mucho tiempo le interesaba hacer algo remedando la pintura primitivista que había visto en Guatemala, en Centroamérica. El cuadro que había producido ahora, dos años atrás, cuando comenzaba su mandato, tenía un aire renacentista con algún destello surrealista. Combinación rara, por cierto; pero que no le incomodaba estilísticamente, y cuya utilización no dejaba de tener cierta aura atractiva.

          Pintar una violación le parecía demasiado funesto; suficiente con haberla padecido. La lapidación de este mítico personaje de la Iglesia Católica le fascinaba. Le parecía arquetípico, símbolo absoluto de la hipocresía del mundo: una institución que por milenios prohibió entre sus filas la presencia de mujeres y cuyos miembros masculinos hacían votos de castidad, mientras que se cansaban de tener hijos ilegítimos o relaciones homosexuales. Una institución patriarcal y verticalista como ninguna otra, donde una mujer pudo llegar a ser su primer dignatario a costa de la transgresión, pero el día que dio a luz fue ajusticiada por una plebe manipulada, asustadiza y profundamente conservadora, producto todo ello de una jerarquía misógina y enfermiza. La figura de esta Juana le parecía un símbolo, si bien no tan evidentemente válido en años anteriores, más que actual hacia mediados del siglo XXI. Juana y la transgresión: nuestro camino había pensado que cabría mejor como título del cuadro. Optó, finalmente, por el otro más convencional.

          Hoy día ya no era prohibida la presencia de la mujer en la estructura del poder eclesial. Había dejado de ser diabólica; aunque ello era producto de un reacomodo forzado. Hondamente sabía que la odiaban.

          La odiaban profundamente por ser mujer, por ser negra, y por su origen de pobre y marginal. A veces, pese a lo traumático de sus primeros tiempos de vida, la enorgullecía venir de una favela. Sin tener muy arraigada una preocupación por lo social, en términos viscerales no se sentía a gusto con los funcionarios que ella llamaba aristocráticos. Es decir, aquellos que no venían de historias de exclusión tan notorias, que estaban acostumbrados desde siempre a pertenecer al círculo de los afortunados, de los integrados al sistema mundial. El solo hecho que se hablara de inviables le parecía una falta de respeto en términos humanos. Un favelado no es viable, rezaba el catecismo económico de la economía de libre mercado; lo cual le parecía horrendo, inadmisible. Ella representaba a los eternamente hechos a un lado, a los inexistentes, a los que no cuentan. Se sentía igual que Juana I: de campesina a papisa, titánico esfuerzo personal mediante. Igual que ella, era una marginal. Sólo con un denodado arrojo había podido llegar a estudiar, venciendo la marginación crónica que la postergaba; su impresionante talento había hecho el resto.

          Era, sin proponérselo de manera consciente, un símbolo de la irreverencia. Iconoclasta visceral, su vida misma era una invitación a la heterodoxia, a la herejía. Repitiendo la mítica historia de Juana la inglesa, también ella había tenido sus benefactoras, gracias a las cuales había accedido al papado. No debía favores, en sentido estricto, porque con ambas había sido amante en su momento, pero nada las unía ahora. Con una de ellas, aunque ya de forma muy tenue, aún se encontraba ocasionalmente; sin embargo eso no traía deudas: eran algunos encuentros inocentes, sólo eso. Ahora su pasión estaba depositada en María, la sensual secretaria políglota con la que mantenía una relación fogosa –oculta, por supuesto.

          Ya entraba la noche y Juana II –tal era el nombre que había adoptado para papisa, no sin discusiones, dado que muchos miembros del consejo cardenalicio no reconocían la existencia de la primera, un milenio atrás– aún no daba una respuesta. María desesperaba; cuando Su Santidad se ponía así de caprichosa, de agresiva, era intratable. De amante ella lo sabía, y lo padecía más de una vez. Las llamadas se sucedían frenéticas, y era ella quien tenía que responder. A su vez, luego, el vocero papal se encargaba de presentar las cosas. Aunque no había mucho para informar en realidad.

          De pronto Juana tuvo una repentina idea –una revelación se hubiera dicho en otros tiempos. Si era ella la elegida por el rey de reyes, el primer motor, el sumo dador de vida y dispensador de favores; si ella ocupaba la silla de San Pedro por designio divino, ¿por qué no aprovechar todo ese poder para intentar algún cambio de verdad?

          A veces, muy en secreto –con María, por lo común luego de hacer el amor, le venían ganas de sincerarse y abrir una crítica feroz contra toda la institución– pensaba que era inadmisible que ellos, la Santa Madre Iglesia, siguieran pensando con criterios de más de dos mil años atrás; que al lado de los fenomenales problemas del mundo todavía fueran tan ciegos. Le parecía abominable que la disposición del papa anterior prohibiera a las sacerdotisas tener hijos. Si no se hubiera hecho la operación de ligadura de trompas cuando andaba por los treinta años, algún tiempo atrás se hubiera atrevido a buscar un embarazo. Aunque entendía que era un riesgo a cierta edad, lo hubiera hecho más con espíritu contestatario, de pura irreverencia. Soñaba, incluso, con adoptar algún niño de su favela de origen. De papisa ¿quién se lo impediría? De todos modos también se daba cuenta que no disponía de todo el poder que hubiera deseado. Se había aceptado la entrada de la mujer en la carrera vaticana más que nada porque los tiempos así lo exigían, pero muy en el fondo sabía que el patriarcado no había terminado.

          Pensó entonces en hacer una jugada política bastante atrevida. Llamó de urgencia a algunos de sus pocos asesores en quienes confiaban. El más cercano era también un brasileño. Se le ocurría que esta era una buena circunstancia para intentar realizar un viejo sueño. Se podía negociar a dos puntas: reconocer la invasión china sobre los dos países del golfo pérsico y mirar para otro lado a cambio del apoyo de Pekín para el traslado del Vaticano a San Pablo, Brasil. Si los jerarcas chinos recibían un reconocimiento de la Santa Sede, lo cual era una virtual bendición y tácita aceptación de su política de expansión, se establecía un equilibrio: ellos en el Asia y Oceanía, los rubios en Africa y Latinoamérica…. y Dios con todos. Este reconocimiento diplomático bajaba las tensiones y daba oxígeno; nadie tenía que buscar entonces demostraciones de fuerza –que, en este caso, podían implicar la muerte de cientos de millones de personas y pérdidas económicas inconmensurables. Occidente perdía terreno, pero evitaba una carnicería, y una muy probable derrota. El Vaticano hacía un juego múltiple, y con nadie quedaba mal; por lo cual, muy justificadamente entonces, podía pedir su recompensa.

          Juana II se sentía pletórica. En realidad no lo había pensado mucho, había sido una respuesta inmediata, casi una inspiración divina; en realidad lo que más le preocupaba era la reacción de la Coca-Cola International Company. Eran ellos, desde hacía algún tiempo, los más feroces defensores de la contención de China. Y no sin motivos: los refrescos producidos en el país oriental le habían quitado ya más de un tercio de mercado a nivel global. Sin embargo la morena papisa era de la opinión que si no puedes contra ellos, pues entonces úneteles. Años de ignominia, transgresión e hipocresía la habían curtido. Todo vale, era su lema. Con eso no hacía sino poner en palabras lo que era su cruda experiencia de vida.

          Los funcionarios con que se reunió eran, si bien no precisamente progresistas, al menos los menos misóginos. No la respetaban tanto a ella –era mujer, y ni qué decir si se hubiera sabido de sus tendencias homosexuales– sino a su investidura. Después de exponer detalladamente sus puntos de vista –lo hizo en italiano; hablaba perfectamente siete idiomas– todos quedaron callados por un buen rato. Nadie se atrevía a tomar la palabra, hasta que un viejo cardenal de origen español lo hizo.

          El plan estaba bien urdido, sin embargo la fuerza de la tradición tenía un peso inimaginable. ¿Cómo trasladar el Vaticano fuera de Roma? ¡Imposible! El polaco Juan Pablo II, a fines del pasado siglo, había inaugurado la tendencia de los pontífices a viajar fuera de la ciudad sagrada; pero trasladar la ciudad sagrada era otra cosa. Herejía, apostasía. Para algunos de los presentes era blasfemo, insoportablemente sacrílego el sólo hecho de pensarlo. Juana vio que, una vez más, estaba sola. Sola y desamparada, como en la favela.

          Incluso su consejero coterráneo no atinó a defender la propuesta. El era bastante conservador; y además, era rubio, de origen austríaco.

          Una vez más también pensó Juana II que mejor ser varón. Con eso nada se arreglaba, pero la ratificaba en su desprecio por el patriarcado.

          Pekín esperó dos días más, y en vista que no recibía señales claras ni del Vaticano ni de las Naciones Unidas, atacó. Nunca se supo con exactitud la cantidad de muertos, pero según cálculos bastante precisos se estimó en alrededor de noventa y tres millones de desintegrados por la fisión termonuclear asistida de los tres misiles caídos.

          La papisa Juana II intentó dimitir, pero no se lo permitieron. Tuvo que soportar a pie firme el desarrollo de la nueva guerra. Finalmente la Santa Sede debió instalarse en otra ciudad, no tanto por la intención de la pontífice, sino debido a la destrucción sufrida en Roma. En la nueva morada –la austral Ushuaia, en Tierra del Fuego, una de las pocas regiones del planeta no contaminada con energía atómica– vivió menos de un año. Nunca quedó claro el motivo de su muerte; algunos dicen que fue apuñalada por su secretaria noruega (fue la versión llamémosle… oficial). Otros, bien informados, dicen que se repitieron los hechos del último papa italiano de la historia, Albino Luciani. De todos modos ninguna autopsia reveló envenenamiento. Algo curioso fue el anónimo descubierto al pie de su lecho de muerte –nunca revelado–, grotescamente burdo, escrito sobre papel negro, con semen: in sempiterna saecula saeculorum. Amen.