domingo, 29 de diciembre de 2024

REVELACIÓN

 Padres: Ya cumpliste 18 años, entonces creemos que llegó el momento de contarte algo muy importante.

 

Hijo: Adelante, los escucho.

 

Padres: Hijo querido: quizá te sorprenda lo que te vamos a decir, te resulte raro, o increíble. Pero es la pura verdad. Y nos parece imprescindible que lo sepas.

 

Hijo: Bueno, ¿por qué tanto misterio? ¡Cuenten! ¿De qué se trata?

 

Padres: Es difícil para nosotros decírtelo, pero sin dudas ha llegado el momento. Te criamos como nuestro hijo adorado, nuestro único hijo. Nunca te faltó nada, de nada te puedes quejar. Pero pasa algo: no eres nuestro hijo.

 

Hijo: ¿Y eso? ¿Cómo que no soy su hijo?

 

Padres: Es que cuando nació nuestro verdadero hijo, el pobrecito tenía Síndrome de Down. No lo resistimos. Ese fue un golpe demasiado grande para nosotros.

 

Hijo: ¿Entonces?

 

Padres: En la maternidad hicimos el cambio. Con algunos billetes todo se arregla. Eso es historia conocida.

 

Hijo: Pero, ¿hijo de quién soy?

 

Padres: No lo sabemos. Solo sabemos que cambiamos a nuestro hijo biológico, nacido con esa condición, por otro, normal. Y ese bebé normal lo tomamos como propio. Nos hicieron los papeles correspondientes y nos fuimos a casa. El niñito con atraso…, ya ni sabemos qué pasó.

 

Hijo: O sea que yo no soy su hijo biológico….

 

Padres: No, pero te queremos más que si lo fueras. En estos 18 años ya te habrás dado cuenta.

 

REACCIÓN UNO

 

Hijo: Bueno…. ¿qué puedo hacer ahora? Ustedes son mis padres, me criaron, me amaron siempre, jamás hubiera sospechado algo así. ¿Para qué mover las cosas ahora? Más aún: eso sería imposible. De acuerdo: gracias por habérmelo contado, pero no me cambia nada mi vida.

 

REACCIÓN DOS

 

Hijo: ¡Pero qué hijos de puta que fueron! ¿Cómo se permitieron hacer algo así? Le desgraciaron la vida a una familia. ¿No les da vergüenza? Ahora mismo me voy a ir a buscar a mis padres. Si no estoy mal, ustedes me dijeron que nací en la Maternidad Santa Cecilia ¿no? Ahí voy a ir, voy a investigar qué pasó y los voy a denunciar, por impostores, por mala gente. ¡Hienas!

 

REACCIÓN TRES

 

Hijo: Nunca me hubiera imaginado algo así. Creo que esto me cambia la vida. ¿Dónde estoy yo de verdad? ¿Quién carajo soy? ¿Soy un retrasado mental disfrazado de normal? ¿Por qué me están engañando? ¿Yo no soy yo entonces? Me voy a ir a la calle a vivir de indigente, o me voy a suicidar, pero antes los mato a ustedes, y después mato a todos, y me voy al cielo. Y voy a buscar a mi hermanito con Down y le voy a decir que todo esto es un chiste de mal gusto. ¿El Diablo tiene algo que ver en esto? Dios no existe, solo el Demonio. Uy… ¡qué intríngulis, dios mío! Siento que me enloquezco…

 

REACCIÓN CUATRO

 

Los cuerpos de los tres fueron hallados sin vida en sala de la casa. El olor putrefacto de los cadáveres alertó a los vecinos, quienes llamaron a la policía. Las pesquisas determinaron que todos fueron apuñalados varios días atrás. Primeramente fueron asesinados los padres, que presentaban muestras de haber sido atacados innumerables veces, con más de veinte heridas cada uno. El cadáver del joven evidenciaba un tajo en la garganta. La sangre de los tres empapó completamente la alfombra.

 

REACCIÓN CINCO

 

Al recibir la noticia, el joven entró en shock. Corrió hacia la ventana y se lanzó al exterior. La caída fue fatal, pero no murió. En el golpe -cayó de un tercer piso- se lesionó gravemente la columna vertebral, por lo que quedó parapléjico. Ahora, eternamente sentado en una silla de ruedas y usando pañales desechables todo el tiempo, convirtió a sus padres en sus obligados cuidadores tiempo completo. El cuidado que decidieron no prodigarle a un bebé con Síndrome de Down ahora se lo dedican a su hijo de 18 años.




sábado, 28 de diciembre de 2024

lunes, 16 de diciembre de 2024

NOCHE OSCURA

Mortencio parecía hecho especialmente para ese oficio: guardián nocturno de cementerio. Hasta su nombre era el adecuado.

 

Nadie sabía a ciencia cierta su edad, aunque su aspecto era el de un anciano. Pero no un anciano decrépito, vencido por el tiempo. Era un viejo, sin dudas, sin embargo, con la vitalidad de un joven. Nadie como él podía correr entre las tumbas y treparse a algún mausoleo, incluso por la noche, sin ninguna luz. Si bien su presentación era desaliñada, casi andrajosa –ropa descuidada, barba larga y sucia, cabello arremolinado, le faltaban varios dientes–, su andar era extremadamente juvenil, atlético podría decirse. Era de muy poco hablar.

 

Vivía en el mismo cementerio, en un destartalado cuartucho en una esquina del camposanto. Como empleado municipal que era, recibía puntualmente su salario, pero prácticamente no gastaba nada. No salía, no tenía amigos, jamás iba por la ciudad, y comía básicamente lo que él mismo preparaba de una pequeña huerta que circundaba su ranchito, mantenida con autorización de las autoridades. Ese modo de vida había despertado no pocas habladurías. Algunos decían que era, él mismo, un muerto más.

 

Andaba armado con un revólver y un machete. Pasaba todas las noches rondando, chequeando hasta el más mínimo detalle. En no pocas ocasiones había corrido a tiros a profanadores de tumbas. También era consenso popular que había espantado a esos osados visitantes nocturnos no a punta de bala… sino con su aspecto horrorizante. Realmente verlo causaba espanto; su aspecto general parecía no el de un ser humano sino el de un cadáver.

 

Sin saber en detalle sobre la presencia de este personaje, solo conociendo muy parcialmente esas habladurías, algunos jóvenes del más refinado colegio privado de la ciudad –pertenecientes a las más acaudaladas familias locales–, le dieron forma a la apuesta. En realidad, habían escuchado algunos comentarios sobre ese “viejo loco” del cementerio; pero, en todo caso, eso era un elemento que le daba más emoción aún a la aventura. La apuesta consistía en pasar una noche completa dentro de la necrópolis, sin teléfonos móviles ni linternas, buscando que fuera una noche sin luna. No podrían gritar ni hacer ningún tipo de ruido, para no delatarse. A lo sumo, podrían hablar entre ellos apenas musitando. Debían aguantar ahí dentro hasta el amanecer.

 

En principio, todo el grupo lo consideró una broma pasajera. No era la primera vez que a alguien se le ocurría algo así; incluso, era un lugar bastante común en discusiones y habladurías de cantina eso de pasar una noche en el cementerio. Pero en este caso, la idea comenzó a tomar forma, y surgió la propuesta concreta de apostar dinero. Finalmente, para demostrar valentías a prueba de todo, cuatro varones y dos mujeres aceptaron el desafío. Las sumas apostadas no eran despreciables –varios sueldos de Mortencio, para decirlo gráficamente–. Su condición de “niños de familias bien” se los permitía (eran los vueltos que iban guardando).

 

Ningún progenitor supo de la iniciativa. De haberlo sabido, por supuesto que no la hubieran permitido. Fue por eso que cada joven tejió una determinada excusa para ausentarse de su casa esa noche. E igualmente debieron hacer los otros apostadores, para constatar que de verdad se realizaba la acción. Finalmente, quedaron doce testigos, que se colocarían alrededor de todo el cementerio para verificar que los temerarios aventureros sí entraban y no salían sino hasta el alba.

 

Fue un viernes. Noche fría, sin luna, con bastante bruma. Trataron de hacer el menor ruido posible, porque a esa hora –las 10 de la noche– era seguro que el cuidador ya estaría rondando. Saltaron el muro perimetral, y cayeron pesadamente dentro del cementerio, tanto ellos como el pequeño equipo que llevaban: cuerdas, palos, cigarrillos, papel higiénico, alguna sustancia psicotrópica. Los doce vigías se apostaron estratégicamente en las inmediaciones, dentro de sus respectivos vehículos, controlando que ningún aventurero escapara. La apuesta debía cumplirse íntegramente para que tuviera valor, y se había pactado que los seis visitantes se retirarían recién al salir el sol, no antes. Esa era la condición; si no, perdían.

 

En los primeros minutos, con la quietud y el silencio sepulcral, algunos de los apostadores quisieron desistir. Los invadió un terror indescriptible; sudores fríos comenzaron a correr por sus espaldas y sus frentes, y alguno tuvo dificultad para articular palabras. Nunca en sus vidas –acomodadas, confortables– habían tenido la sensación de pánico; esa era la primera vez, y la sensación, por cierto, era fatal. Fue necesario la reacción enérgica de los más valientes para que el grupo permaneciera unido. Uno de los muchachitos no pudo contener las lágrimas. Solo un largo trago de vodka –llevaban un par de cantimploras bien aprovisionadas para protegerse del frío– le devolvió el ánimo.

 

No tenían un plan claramente convenido de cómo pasarían el tiempo ahí dentro. No conociendo mayormente el cementerio, lo único que habían establecido es que deberían deshacerse del guardián, el tal Mortencio, ese horrendo personaje –del que solo conocían por comentarios–. Cuando lo vieron de lejos, no dudaron en afirmar que sí, efectivamente, era horrendo. “¡Espantoso!”, fue el comentario general. Tal como lo habían pensado con antelación, dos del grupo –una muchacha y un joven– lo distrajeron gritándole por delante. Cuando Mortencio alistó su machete, los otros cuatro ya le caían a palazos por la espalda. La lucha fue dura, y como consecuencia uno de los jóvenes resultó herido en un brazo. No fue gran cosa, aunque se hizo necesario vendarlo para detener la sangre. El guardián quedó inconsciente. Rápidamente lo amarraron y amordazaron. Para evitar cualquier reacción de parte del ya dormido vigilante, reforzaron su sueño con una considerable dosis de clorhidrato de ketamina, que le inyectaron con una hipodérmica.

 

Fuertemente amarrado a un árbol, ese problema estaba solucionado. Imposibilitado de hablar, podrían deambular tranquilamente entre las tumbas. La idea original era permanecer todos juntos, pero a instancias de la insistencia de Julián, quizá el más intrépido del grupo –el que en realidad había desmayado a Mortencio de un brutal palazo en la nuca, un rubio de bien cuidado cuerpo, alto y atlético– se dividieron en tres parejas. Las muchachas no estuvieron de acuerdo con eso, alegando sin ninguna vergüenza mucho miedo; pero la explicación de Julián terminó por convencerlas.

 

En realidad, no era una explicación convincente, o lógica; pero su obstinada repetición terminó por hacerles aceptar. Él argumentaba que así, divididos en tres grupos de dos, podrían auxiliarse en caso sucediera algo a alguna pareja. Todos juntos eran una presa fácil si sucedía algo. A regañadientes, se dividieron. Julián se quedó con otro varón: Eduardo.

 

Después de transcurridas un par de horas, y luego de un corto sueño de Eduardo apoyado contra un árbol protegido con una manta, se dio el primer incidente. La pareja de Julián y Eduardo, vagando por entre las tumbas de la entrada, encontró a Mónica y a Pedro tendidos en sendos charcos de sangre. Tenían evidencias de haber sufrido mucho, pues presentaban tremendas heridas en sus cuellos, como si hubieran sido mordidos por un animal. Ambos estaban ya muertos, sin posibilidades de recibir alguna atención. Eduardo entró en shock. Llorando desconsoladamente le pidió a Julián que buscaran a la otra pareja y se retiraran. “Perder la apuesta no era tan importante como perder la vida”, arguyó con una angustia que casi no le permitía hablar. Con un fuerte cachetazo, Julián respondió diciéndole –¡exigiéndole!– que se callara.

 

No nos podemos ir ahora, tonto”, amenazó tajante Julián. “Si llegamos hasta aquí, tenemos que terminar la obra. Lamento lo de estos dos… ¡pero no podemos abandonar todavía!”.

 

El llanto de Eduardo se hizo entrecortado. Quería hablar, pero no podía. Hubiera querido salir corriendo y trepar el muro, pero sus piernas se hallaban paralizadas y no se lo permitían. Casi arrastrado de una mano por Julián, salió de esa escena.

 

La oscuridad era total. No se podía ver a más de un metro, dado que no había luna y la neblina lo había invadido todo. Eduardo, sacando fuerza de flaquezas, gritó el nombre de la otra pareja con el hilo de voz que le quedaba: “¡Roxana! ¡Osvaldo!”. La respuesta de Julián fue inmediata y terminante: un tremendo puñetazo en su mentón.

 

Eduardo rodó estrepitoso, golpeando contra una cruz, fisurándose así una costilla. El dolor se le hizo intolerable, ante lo cual Julián optó por dormirlo con una alta dosis de ketamina, tal como habían hecho con el guardián. También lo amarró de pies y manos, pensando que así sería mejor para que el aterrado joven no cometiera la locura de empezar a gritar y, desesperándose, intentara salir del cementerio. Eso no solo haría perder la apuesta, sino que –era lo más importante– podría delatar la travesura, que a estas alturas ya tenía ribetes de verdadero delito, con muertos incluidos.

 

Julián deambuló por largo tiempo tratando de encontrar a la otra pareja, sin lograrlo. Cuando ya estaba cerca el alba, Osvaldo y Roxana dieron con el cuerpo de Eduardo. Estaba amarrado a un árbol, muerto, y también presentaba una horripilante herida en el cuello, y otra similar en el hombro derecho, como si hubiera sido mordido por una bestia feroz. Los jóvenes quedaron atónitos, sin palabras. Roxana entró en crisis: lloró, vomitó, se defecó encima. No podían creer que Mortencio se hubiera liberado de sus ataduras y hubiera resistido a la fenomenal dosis de anestésico que le habían suministrado. Y menos aún, no podían concebir que hubiera dado esa muerte tan horrenda a sus amigos. Además, el cuerpo de Eduardo evidenciaba haber sido tratado con saña, pues se le veían otras heridas como mordiscos en las piernas, faltándole varios dedos de las manos.

 

La escena era macabra, aterradora. Comenzaron a gritar el nombre de los otros compañeros, contraviniendo lo pactado, en el sentido de guardar silencio y no poder gritar nunca en toda la noche: “¡Mónica, Pedro, Julián!”. No sabían que los dos primeros yacían muertos. Julián no contestaba. Ante lo lóbrego de la situación, decidieron salir corriendo del cementerio, sin importarles la apuesta ni los otros miembros de la aventura. El terror pudo más que la solidaridad.

 

Julián también decidió marcharse y dejar todo, tanto lo pactado en la apuesta como a sus compañeros. Sabía que eso estaba mal, abandonando a su suerte a los sobrevivientes. Pero el pánico no tiene parangón, y en las situaciones límites el miedo manda.

 

Cuando decidió salir, era ya el amanecer y los primeros rayos de sol comenzaban a iluminar la escena, despejando en parte la neblina. Como pudo, escaló el muro por la parte trasera del cementerio, donde estaban apostados cuatro de los doce jóvenes que hacían de jueces. Al verlo, inmediatamente todos se percataron que había problemas. Julián no podía articular palabras, aterrado como estaba. Las manchas de sangre en su ropa lo decían todo: las cosas no habían salido como estaba previsto.

 

Inmediatamente se juntaron todos, los doce vigías y Julián. Contó, con una angustia que lo devoraba, que dos de los jóvenes estaban muertos, y a Eduardo lo había abandonado en medio de una crisis, amarrado y drogado para que “no cometiera locuras”. Todos consensuaron que a las 8 hs., cuando se abrían las puertas del cementerio, entrarían como cualquier visitante a ver con qué se encontraban, y luego decidirían. El sobreviviente contó una y mil veces, temblando, horrorizado, que el guardián había sido dormido a palazos, y por si eso fuera poco, también había sido inyectado con una buena dosis de anestésico. Además, estaba muy firmemente amarrado, por lo que veía imposible que se hubiera levantado y atacado a los otros integrantes del grupo. “Aunque… con los muertos nunca se sabe”, agregó sentencioso uno de los jóvenes.

 

Para no llamar especialmente la atención, exactamente a las 8 de la mañana ingresaron solo cuatro jóvenes. El revuelo en el cementerio era mayúsculo, ante lo cual quedaron atónitos, sin saber qué hacer. Casi junto con ellos llegaron los patrulleros y las ambulancias. En unos minutos, también los canales de televisión, siempre ávidos de este tipo de noticias.

 

Todo el grupo quedó paralizado, sin saber qué hacer. Rápidamente se informaron de lo acontecido: cinco jóvenes muertos, y el cuidador dormido en forma brutal, amarrado y golpeado.

 

En un improvisado conciliábulo decidieron, como pacto de honor, que nada dirían de la aventura ocurrida. Simulando la más absoluta sorpresa acudirían a los funerales de los amigos muertos, mostrando desconcierto, asombro, furia por lo ocurrido. Nadie diría una palabra de cómo habría podido ser posible que, habiendo dicho en sus respectivas casas que iban a alguna fiesta o pasarían la noche donde algún compañero, las cinco víctimas habían aparecido muertas dentro del cementerio. Se podría hablar de un posible rito satánico, del que todos mostrarían extrañeza, con lo que podría pasarse por alto la apuesta y la fatal aventura, que había terminado de una forma tan absolutamente imprevista.

 

Entre los jóvenes se tejió una suerte de complicidad de logia secreta, sin que nadie pudiera acertar a explicar lo sucedido. Si el horripilante guardián Mortencio había estado dormido y amarrado, ¿quién había matado a Eduardo, Mónica, Pedro, Roxana y Osvaldo?

 

Cuando, ya más calmados luego de los respectivos funerales, el grupo de vigías y el único sobreviviente, Julián, trataron de explicarse lo sucedido, no encontraban forma de hacerlo.

 

¡¿Un muerto?! ¡¡No seamos tontos!! Los muertos están muertos…”, razonaban algunos. “¿Mortencio?”, se preguntaban otros. “Imposible. El viejo apareció amarrado y tan drogado que no se tenía en pie”, razonaban algunos. “¿Entonces?” El desconcierto era total.

 

El caso dio muchísimo que hablar en toda la ciudad, incluso a nivel nacional. Era un verdadero misterio entender lo acontecido aquella noche, y el periodismo amarillista tuvo comidilla para varios días. Las hipótesis se sucedían vertiginosamente, sin que nadie dijera nada convincente. Tampoco los investigadores de la policía lograban explicarlo. Unos días después, Julián entró en crisis, debiendo ser internado en un hospital psiquiátrico privado, el más caro de la ciudad. Cayó en un mutismo total del que nada ni nadie pudo sacarlo por varios meses, con profundas crisis de llanto y risas macabras, incompresibles, disparatadas.

 

Cuando Mortencio, el cuidador, salió del estupor en que había permanecido por espacio de casi una semana, contó algo patético, inconcebible: acostumbrado como estaba a ver en la oscuridad, semidormido por efecto de los golpes sufridos y del analgésico –mal aplicado, del que solo recibió una pequeña dosis, porque la inyección no había logrado pasarle toda la carga de ketamina–, pudo ver entre sombras parte de lo ocurrido. Nadie le creyó, tomándolo como delirio de un “viejo loco”. De todos modos, un periodista “abogado del diablo” de un periódico de segunda línea le dio crédito, y publicó lo expresado por el viejo.

 

Medio dormido como estaba”, dijo Mortencio, “pude ver cómo uno de los jóvenes que me había pegado cuando encontré al grupo, un rubiecito alto y fornido que fue el que me puso la inyección, mataba a mordiscos a otro de los muchachos. Me dio tanto miedo que preferí hacerme el dormido y quedarme quietecito a ver qué pasaba”. Nadie quiso creerlo, y muchos prefirieron mantener la ilógica versión –mito que se hizo bastante popular posteriormente– que habían sido los muertos, molestos por profanarles su descanso.

 

Julián salió luego de la hospitalización; estuvo en tratamiento psiquiátrico un tiempo, recuperándose más tarde en forma plena. Con los años se graduó de abogado, y posteriormente se hizo diputado, siendo uno de los legisladores más jóvenes. Ahora muerde de otra manera.




viernes, 22 de noviembre de 2024

TERCERA GUERRA MUNDIAL (Y ÚLTIMA)

Si quieres la paz, prepárate para la guerra.

 Adagio latino atribuido a Flavio Vegecio

 

De las guerras se sabe como comienzan… ¡pero no como finalizan!

 

Freud, en lo que llamó su “mitología conceptual”, habló de una “pulsión de muerte”, es decir, una tendencia que tenemos los humanos a la destrucción, para el caso, a la autodestrucción. Es un concepto equívoco, complejo, con el que no es fácil estar de acuerdo. De todos modos, la observación serena de la dinámica y la historia humana nos obliga a considerar que lo dicho por el fundador del psicoanálisis no está tan lejos de la realidad. “La inclinación a la agresión y a la destrucción forma parte de ellos [los motivos de las guerras]: las innumerables muestras de barbarie que jalonan la historia y la vida cotidiana no hacen más que confirmar su existencia”, escribía en una carta en respuesta a Einstein, quien le preguntaba por qué esa saña atroz del nazismo y, en general, de la especie humana en determinadas ocasiones.

 

Lo cierto es que nadie quiere las guerras, todos nos llenamos la boca hablando de paz, se firman pomposas declaraciones que la entronizan, la Organización de Naciones Unidas se fundó -supuestamente- para asegurarla…, pero la guerra sigue siendo una constante en el mundo. En estos momentos hay más de 50 frentes de batalla abiertos en toda la geografía planetaria (de las cuales se habla poco, porque un par de “estrellas” se roba la atención -¿quién habla de los 200,000 muertos y 51,000 desaparecidos que tuvieron lugar durante el sexenio de López Obrador en México, por ejemplo?, un país sin guerra oficial, pero envuelto en un clima de violencia inaudito), guerras donde muere gente, quedan heridos y discapacitados de por vida, así como profundas secuelas psicológicas, amén de una terrible destrucción de la infraestructura creada por la humanidad. ¿Alguien se beneficia de esto? Hoy día: sí. Quienes medran comercialmente con ella: grandes fabricantes de armas (74.000 dólares por segundo mueve globalmente la industria bélica en el mundo). Por dar un solo ejemplo: cada soldado de Estados Unidos -hay casi un millón y medio- lleva como equipo, contando todos sus pertrechos y el arma reglamentaria, alrededor de 18,000 dólares. Alguien gana con esas mercaderías -que no otra cosa son todos esos instrumentos-; los soldados, por supuesto que no.

 

Qué tienen pensado los grandes grupos de poder que manejan en buena medida los destinos de la humanidad, no lo sabemos. Lo que está claro es que a la gran masa humana, aquellos a quienes nos quieren hacer creer que emitiendo un voto cada cierto tiempo decidimos algo, se la tiene muy bien engañada. Esos pueblos, en este caso: más de 8,000 millones de personas en todo el planeta, nosotras y nosotros, solo padecemos los efectos de esas mega decisiones. ¿Se viene entonces la Tercera Guerra Mundial, que significaría la destrucción de todo?

 

El conflicto entre Rusia y Ucrania/OTAN tuvo como objetivo de quienes lo pergeñaron (cabezas en Estados Unidos) golpear fuertemente al gran país euroasiático para debilitarlo, intentando así evitar la mancomunión Moscú-Pekín, buscando que no prosperara el proyecto de los BRICS. Sucede que las cosas no salieron efectivamente como se pensaron, pues la Federación Rusa dio batalla ante las provocaciones de la OTAN de colocar armas nucleares a minutos de Moscú, y ni las acciones bélicas ni las numerosas sanciones económicas lograron derribarla. Por el contrario, terminó apropiándose de una cuarta parte del territorio ucraniano, y demostró su poderosísimo músculo militar. La pobre población ucraniana fue el verdadero pato de la boda, con alrededor de medio millón de personas muertas, fundamentalmente jóvenes que fueron al frente de batalla. Igualmente, la infraestructura del país quedó severamente castigada. Si alguien ganó con todo esto fueron los capitales estadounidenses, que hicieron un triple negocio: 1) el complejo militar-industrial elevó sus ventas de armas en forma exponencial, 2) sus empresas gasíferas (Cheniere Energy, Sabine Pass, Kiewit Corporation, Gulfstream LNG Development), productoras de gas natural licuado, el que comenzaron a vender a los países europeos a un precio mucho mayor que lo que ellos pagaban por el gas ruso, y 3) las empresas que se cobrarán las facturas de la reconstrucción de la destruida Ucrania, en muchos casos tomándolas en especie, como por ejemplo las compañías agroalimentarias (Cargill, Monsanto, Du Pont), quedándose con las enormes tierras fértiles del país eslavo (el “granero de Europa”, con 33 millones de hectáreas cultivables).

 

De todos modos, en el medio de la guerra ruso-ucraniana, el proyecto de los BRICS siguió adelante, y en el pasado mes de octubre en la ciudad de Kazán, Rusia, se dieron importantes acuerdos, marcándose así la creación de una importante área económica mundial desmarcada del dólar, lo cual marca el inicio del declive del capitalismo occidental y de la supremacía de Washington.

 

Esta guerra está técnicamente perdida por la OTAN/Estados Unidos -Ucrania solo es el campo de batalla-. Sobre el final del período de Joe Biden, no estaba claro cómo seguiría o terminaría el conflicto. El triunfo electoral de Donald Trump cambió un poco -o bastante- el tablero. Su promesa -seguramente pirotecnia verbal de la campaña proselitista- de dar por finalizada inmediatamente la guerra a partir de su asunción el próximo 20 de enero, quedó en entredicho. Como medida de despedida la actual administración demócrata decidió enviarle un fuerte mensaje: autorizó a Kiev en el uso de misiles estadounidenses de largo alcance con los que penetrar en lo profundo del territorio ruso. De hecho, fueron utilizado por el gobierno ucraniano.

 

La respuesta del Kremlin no se hizo esperar: modificó de urgencia su doctrina nuclear, rebajando el umbral necesario para poder emplear armas atómicas. El lanzamiento de un misil hipersónico que impactó en suelo ucraniano burlando todas las defensas, es una demostración que el conflicto puede escalar. En realidad, nadie quiere una guerra total, devastadora, entre la OTAN y Rusia, con la posibilidad de uso de los arsenales nucleares. Todo el mundo sabe que eso nos lleva directamente al holocausto final para toda la humanidad. En verdad, la autorización que hace Biden es un mensaje para Trump de parte del complejo militar-industrial de Washington (Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, General Dynamics, Raytheon): “¡cuidadito con pensar en terminar con nuestro negocio!

 

Lo que hace Moscú también es un mensaje político: “no nos fuercen a utilizar armas atómicas, porque si siguen provocando, nos veremos en la necesidad de hacerlo.

 

Más allá de ideas paranoicas, por supuesto que hay factores de poder que deciden la marcha del mundo, siempre en secreto, sin consultar a las grandes mayorías (la democracia occidental, representativa, por tanto no pasa de mito payasesco). Uno de esos factores, quizá de los más determinantes, es el Grupo Bilderberg. Esos “amos del mundo” se reúnen una vez al año, fijando las pautas económico-políticas que nos tocará seguir a buena parte de la humanidad. Por lo pronto, en el año 2022, su encuentro -siempre mantenido bajo las más estrictas medidas de seguridad- tuvo lugar en la ciudad de Washington, Estados Unidos. Nunca se conocen sus conclusiones; en todo caso, las padecemos luego. Para esta ocasión pudo filtrarse lo que sería la agenda del evento. Entre otros puntos (el avance de China y las estrategias para detenerla, la guerra de Ucrania, el empantanamiento de la economía del capitalismo occidental) figuraba la “gobernabilidad global post guerra nuclear”. Todo indica que en estos poderosos grupos decisorios se contempla la posibilidad de una guerra con armamento nuclear. Según las hipótesis que se conocen, serían enfrentamientos con armas atómicas tácticas, no estratégicas. Estas últimas, más allá de la disuasión, nunca se usarían, porque ello significaría el fin de toda la población planetaria. Las armas tácticas no tendrían tanto poder destructivo, pero los entendidos dicen que igualmente el uso de armamento nuclear provocaría daños irreversibles. Lo cierto es que muy pequeñas élites -grandes factores de poder- tienen ya planificado algo al respecto (con refugios antibombas atómicas para pequeños grupos “selectos”, por ejemplo). Los ciudadanos comunes de a pie ¿estaremos condenados a lo peor? ¿Se nos consultó algo al respecto?

 

Nadie quiere la guerra nuclear, pero pareciera que, sigilosamente, ¿realmente nos vamos deslizando hacia ella? La Alcaldía de Nueva York está circulando un video dedicado a toda la población donde, en tres pasos, explica la conducta a seguir en el caso de un ataque atómico. En el Norte próspero hace un tiempo que se están vendiendo refugios anti bombas atómicas por hasta dos millones de dólares. Rusia también los comenzó a producir en forma masiva para su población. En los países escandinavos (Noruega, Suecia, Finlandia) las autoridades están distribuyendo entre sus habitantes folletos indicativos para resistir en el caso del comienzo de una guerra nuclear. El clima se ha tensando mucho; la verborrea intimidatoria no falta.

 

De ambas partes, Rusia y Estados Unidos, las respectivas autoridades dicen que no desean un enfrentamiento atómico, que eso se debe impedir a toda costa; quizá nunca se llegue al mismo, pero la retórica desplegada en estos días mantiene en vilo a mucha gente en el planeta.  

 

Hoy día ambas potencias cuentan con alrededor de 6,000 armas atómicas cada uno. Debe remarcarse que el poder destructivo de cada uno de estos artefactos es, como mínimo, 20 veces -algunas 50 veces- superior a las bombas que lanzó Washington en 1945 sobre Japón (Hiroshima y Nagasaki), único país de la historia en utilizar este armamento en acciones de enfrentamiento real, y justamente cuando la Segunda Guerra Mundial ya estaba decidida y la nación nipona prácticamente rendida. Según los científicos conocedores de estos asuntos, de activarse estos arsenales nucleares disponibles en la actualidad se podría producir una explosión de tales dimensiones cuyas secuelas llegarían hasta los confines del Sistema Solar, hasta la órbita de Plutón. Ello podría ocasionar la muerte de millones y millones de seres humanos en forma inmediata producto del impacto, más otros miles de millones al corto tiempo de diversos tipos de cáncer por efecto de las nubes radioactivas que envolverían todo el planeta.

 

Quienes eventualmente sobrevivieran en los refugios -las estaciones de metro, por ejemplo-, morirían de hambre a la brevedad, porque el invierno nuclear (polvo levantado por las explosiones, similar a lo del meteorito de Yucatán hace 65 millones de años que acabó con el 75% de toda forma de vida, incluidos los dinosaurios que hoy consumimos como petróleo) cubriría el sol por una década como mínimo, creando una noche continuada que eliminaría toda forma viva. Einstein había dicho que, si se daba una tercera guerra mundial, la cuarta sería a garrotazos; parece que eso era demasiado esperanzador, excesivamente benevolente: ¡no quedaría nadie!

 

Es imposible predecir si eso puede pasar. Queremos creer que la racionalidad y la sensatez se impondrían, y que nadie quiere comenzar un conflicto que puede terminar en ese incontrolable Armagedón atómico. De hecho, las potencias utilizan la expresión MAD: Mutually Assured Destruction (Destrucción Mutua Asegura), relación también conocida como “1+1=0”, para referirse al eventual escenario de una guerra nuclear: ninguno de los dos adversarios sobreviviría. Mad, curiosamente, significa “loco” en idioma inglés. Confiamos en que nadie va a ser tan “loco” de oprimir el primer botón. Pero la intuición freudiana de una pulsión de muerte que, inexorablemente nos llevaría a la autodestrucción, no parece descabellada. De las guerras se sabe como comienzan… ¡pero no como finalizan!

 

En estos momentos se está jugando con fuego. El “Reloj del Apocalipsis” o “Reloj del Juicio Final”, como se le llama a la metáfora con que el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago mide la cercanía en que se está ante la posibilidad del fin del mundo, coloca la medianoche a solo 90 segundos. No debe olvidarse que cuando se juega con fuego… nos podemos quemar. El detalle a tener en cuenta es que ahora esa quemazón implica la posible desaparición de la humanidad. ¿Por qué decir esto? Porque una vez desatado un ataque nuclear, la vuelta atrás es imposible. Todos los análisis coinciden en que es técnicamente imposible una conflagración nuclear, porque allí no habría ganadores.

 

Las bravuconadas, amenazas y mentiras son parte esencial de cualquier guerra. Esperemos que todo esto no pase de la verborragia de los boxeadores antes de una pelea; es decir: parte del circo mediático. El problema es que si eso se va de las manos, se termina todo. Es inadmisible que la sed de lucro empresarial del capitalismo -para que no caiga el dólar- nos pueda haber llevado a esto. Esto muestra fehacientemente qué es en realidad el capitalismo: ¡el veneno de la humanidad! Por eso mismo, por razones de ética elemental, hay que ir más allá de él, antes que se imponga la pulsión de muerte.



martes, 19 de noviembre de 2024

VIDAS PARALELAS

 

Testimonio 1:

 

Mire Lic.: con mis 27 años a cuesta, creo que fueron muy pocos, poquísimos, los momentos alegres de mi vida. Creo que me sobran los dedos de la mano para contarlos. Quizá cuando a los 16, por primera vez en mi existencia, recibí un regalo de Navidad. Me lo regaló un traidito que tenía. Bueno, en realidad: el papá de mi primera hija, que después se mandó a mudar, cuando la bebita se murió. De ahí, mire… ¡puros vergazos! De chiquita mi nana me abandonó a los 4 años. Me crió una medio abuela. En realidad, no era mi abuela exactamente. Era una vieja medio loca que me ponía a lavar ropa, toneladas de ropa, y yo no podía decirle que no. Si no lo hacía, me cachimbeaba con un alambre. De chiquita también empezaron las agresiones sexuales. Me violaron como a los 8 o 9 años. Varias veces, muchas. Era un dizque familiar, un tío me parece. No me atrevía a decirlo porque me daba miedo. Al final, me escapé de esa casa. Deambulé un tiempo, viví en la calle, y no me da vergüenza decirlo. Ahí conocí el thinner. Cuando una tiene hambre, créame Lic. que eso lo pone pedo y se olvida de todo, del hambre, del frío, del miedo. Así fue que a los 12 años ya empecé a tener relaciones sexuales. Pero nunca fueron placenteras. En realidad, eran más violaciones que encuentros amorosos. La mara con la que me juntaba, para que me dieran entrada, exigió que me abriera de piernas con varios de ellos. Y de verdad, la pura verdad, prefería eso a los maltratos en mi casa. Quiero decir, con mi abuela y con mi violador. De esa manera, aunque parezca raro, era mejor estar en la calle que recibiendo pijazos todo el tiempo. Fue así que me prostituí. Creo que a los 14 tuve mi primer cliente. Así vino mi segundo embarazo. La niña, que ahora anda por los 11 añitos, me la quitó el gobierno, porque dicen que yo no estoy en condiciones de atenderla. Le confieso algo, Lic.: jamás, jamás, con todos los hombres que me acosté, logré tener placer. Ahora menos, desde que me pegaron el Sida. Por suerte, la chava esta que es la madama del putero donde trabajo, una canchita de pisto, muy bonita ella, no sé por qué, pero me trata bien. Le confieso algo Lic.: estoy enamorada de ella.

 

Testimonio 2:

 

Mire Lic.: con mis 27 años no me puedo quejar de la vida que llevo. Esta es la primera vez que tengo un traspié. Pero creo que fue porque los dueños no le pasaron a la policía el impuesto que les exigen cada semana. Yo, como administradora del lugar, pagué los platos rotos. Por supuesto, el hilo siempre se corta por lo más delgado. De todos modos, creo que no voy a tener mayores problemas. Tengo gente bien influyente conocida. ¿De dónde? Bueno…, nunca lo cuento, pero a mí la verdad es que no me da vergüenza decirlo. Como sé que soy muy bonita, muy atractiva, y después de los implantes en las bubis mucho más, para pagarme los estudios de la universidad atendí clientes. Claro que no era como estas pobres patojas del local, que tienen todas terribles historias a sus espaldas, que solo penas pasaron en su vida. Yo, la verdad, no la pasé mal. Me vine a estudiar a la ciudad Administración de Empresas. Me metí en la pública, pero rápido me di cuenta que me iba a ir mejor si tenía un título de una privada. Ahí fue entonces donde empecé a tener tipos. Fui de las que llaman pre-pago. Es decir: de las finas. Por eso conozco gente encumbrada, que espero que ahora me pueda ayudar. Tuve de clientes a diputados, ministros, alcaldes, militares de alto rango, empresarios, y hasta mujeres muy fichudas, de esas que venían en carro con chofer y guardaespaldas. Ah, y un obispo también. Pero si algo me incomoda ahora, Lic., es que me preocupa en especial una patojita, quizá la más linda del grupo. La pobre tiene Sida, tiene una hija que le quitó la Secretaría de Bienestar Social, y me necesita mucho. Le confieso algo Lic.: estoy enamorada de ella.




sábado, 16 de noviembre de 2024

PRESENTACIÓN DEL LIBRO “VAMOS POR EL SOCIALISMO”

PRESENTACIÓN DEL LIBRO “VAMOS POR EL SOCIALISMO”, DE MARCELO COLUSSI, EN EL MARCO DE ESTE COLOQUIO. MIÉRCOLES 4/12, 12:30 HS., EN FUNDACIÓN GOUBAUD (8 CALLE  3-51, ZONA 1, GUATEMALA).


https://www.clacso.org/coloquio-internacional-ciencias-sociales-y-violencias-en-centroamerica-entre-asedios-y-resistencias/ 




VI CONGRESO NACIONAL DE PSICOLOGÍA. GUATEMALA

 

VI CONGRESO NACIONAL DE PSICOLOGÍA. GUATEMALA

Organizado por el Colegio de Psicólogos de Guatemala

https://congreso.colegiodepsicologos.org.gt/programa-congreso/

JUEVES 5/12, 11:30 AM. PRESENTACIÓN DEL TRABAJO:

“Los caminos de la Psicología: ¿Hacia dónde vamos?”, de Marcelo Colussi

Centro de Convenciones Tikal Futura, Sala 1





 

 

lunes, 7 de octubre de 2024

AMORES PELIGROSOS

Susana y Magdalena no se conocían previamente. Fue en la oficina de contabilidad de la empresa M. donde coincidieron.

 

En principio no se cayeron muy bien. Ambas eran arrogantes, sobradamente vanidosas. Sus respectivas bellezas se los permitía. Jóvenes, exuberantes y, quizá sin buscarlo, pero lográndolo al fin, muy provocativas, constituían el punto obligado de todas las miradas masculinas. De todos modos, las dos jóvenes tenían algo que, más allá de atraer miradas, ponía una barrera inexpugnable ante cualquier avanzada varonil.

 

Susana era contadora; Magdalena nunca había terminado sus estudios de auditoría; le quedaba eternamente pendiente su tesis, repitiendo siempre que el año entrante la terminaría. Pero eso nunca pasaba.

 

Las dos eran sumamente eficientes en su trabajo. Habían llegado a la empresa con una diferencia de un mes, y en poco tiempo se habían ganado la admiración de todo el mundo. Por supuesto, por su corrección profesional; y también por sus respectivas bellezas. Las compañeras de trabajo -siete, para el caso- tenían una sensación compleja: admiración y envidia al mismo tiempo. Varias de ellas, quizá sin saberlo en forma explícita, comenzaron a imitar la forma en que las dos divas se maquillaban y peinaban.

 

Sin ninguna duda, la llegada de estas jóvenes a la oficina contable de M., poderosa empresa exitosa que crecía sin detenerse ligada a negocios hoteleros, había causado sensación. Nadie podía quedar insensible a su presencia. Ni tampoco ellas, una en relación a la otra. Parecía que competían en vistosidad, pues cada una superaba día a día su indumentaria, su presentación. Estaba establecida, aunque no se lo dijeran expresamente, una competencia para ver quién impresionaba más. Lo cierto es que se terminaban impresionado mutuamente.

 

Con cierta reticencia, casi con desconfianza, su comunicación era parca, distante. Un día, para sorpresa de Magdalena, Susana la invitó a almorzar. Habitualmente lo hacían en la cocina de la compañía, y en general no coincidían en sus horarios: una almorzaba a las 12 hs., la otra a las 13. Magdalena quedó algo sorprendida con la invitación. Su primera reacción fue decir que no; al menos, eso pensó. De todos modos, ante lo llamativo de la situación –“¿por qué estaría invitándome?”, se preguntó-, y en cierta forma movida por la curiosidad, aceptó.

 

Era la primera vez que estaban juntas las dos sin ningún otro acompañante. Fueron a un pequeño restaurante cercano a la empresa. Magdalena se mostraba a la defensiva, algo desconfiada. Susana tomó la iniciativa. Hablaron de todo un poco, algo a las carreras -debían volver a su puesto de trabajo- pero sin profundizar en nada. En realidad parecía un examen que Susana estaba tomando a su compañera, escudriñando cada aspecto de su vida, aunque sin entrar a detalles.

 

Ninguna de las dos tenía novio en ese momento. Ambas contaron -permitiéndose explayarse algo en sus relatos- que venían de rupturas amorosas, sin ahondar más allá.

 

El encuentro podría decirse que fue amable. Rompiendo una lejanía que ya se había establecido como normal, con cierta frialdad incluso, pudieron hablarse con relativa franqueza. Se prometieron volver a hacerlo.

 

Esta vez fue Magdalena quien formuló la invitación. No propuso almuerzo, sino cena; eso daba más tiempo para hablar. Y así lo hicieron. Al calor de alguna copa de más, se permitieron contarse intimidades. Las dos hablaron profusamente de sus desaires amorosos, refiriéndose siempre a sus “ex parejas”. Fue Susana la que, ya casi sobre el final del encuentro, dijo “mi ex novia”. Magdalena quedó sorprendida. No sabía si había escuchado bien, si fue un error provocado por la somnolencia que trajeron varias copas de vino, o estaba ante “la mujer más linda del mundo” pero que no servía como mujer. “Pobrecitos los hombres que la buscan”, sonrió malévola.

 

No salía de su asombro. ¿Había escuchado bien? Con sus 27 años recién cumplidos, y tres noviazgos que no habían prosperado -más una docena de encuentros casuales-, había recibido varias veces propuestas de mujeres que la piropearon, que le proponían ir más allá de la coquetería. Nunca aceptó, pero siempre había quedado con una duda al respecto. “¿Cómo sería eso de hacer el amor con otra mujer?

 

No quiso ser grosera ni ofensiva. Pensó y repensó mil veces cómo preguntar acerca de un tema que veía tan delicado. Decidió una nueva invitación a cenar. Esta vez la pregunta sobre esa “novia” terminó en besos apasionados. No quiso pasar de allí, pero se dio cuenta que le sería muy posible. No solo eso, sino que pasó a ser su más ferviente deseo.

 

Susana lo sintió rápidamente también. Un enorme ramo de rosas rojas que llegó un día a la oficina a nombre de Magdalena selló las cosas. Las flores no traían nombre específico; solo la indicación “De quien te admira”. Una picaresca mirada entre las dos al recibir el presente sentenció todo. Magdalena había escuchado bien: “novia”. De eso se trataba.

 

Con la excusa de adelantar en el trabajo, ambas comenzaron a quedarse más tarde de lo habitual, esperando que la oficina se despoblara. Así las cosas, un día quedaron solas, habiéndose retirado ya todo el personal. No se contuvieron, y terminaron en una acalorada escena erótica. Semidesnudas, después de haber consumado su acto amoroso, repararon en las cámaras. “¡Qué desastre!”. Todo había quedado grabado.

 

Ambas entraron en pánico. Pensaron destruirlas, pero, aunque se lo propusieron, no lo lograron. Estaban a una altura que se hacía inalcanzable para ellas, y además -era el escollo más grande- tenían protección contra vandalizaciones.

 

Al día siguiente, temblando, llegaron a la oficina como todos los días, tratando de mostrarse calmas, sin dar indicio alguno de preocupación. A la tarde, Susana recibió el primer mensaje del encargado de seguridad de la empresa: “Quedó todo grabado, estúpidas. O hacemos el amor los tres juntos, o esto se va a saber”. Intentó no mostrase inquieta, pero un desasosiego infinito la invadió. Unos minutos antes de la hora de salida, fue Magdalena la que recibió otro mensaje en su teléfono móvil. “Supongo que tu amiga ya te habrá dicho. Entonces ¿cuándo lo hacemos? No sería conveniente para ustedes que se conociera el video, ¿no es cierto?

 

Las dos muchachas quedaron paralizadas. Ninguna respondió los mensajes, y ambas se buscaron apresuradamente al terminar su horario laboral. Tenían una sensación confusa, mezcla de estupor, miedo, cólera.

 

¿Qué hacemos?”, dijo una. “¡Hay que matarlo!”, fue la inmediata respuesta de la otra. Un largo silencio se estableció, quebrado finalmente por Magdalena. “Sí, es lo mejor”.

 

Tres días después de recibido los intimidantes mensajes, ambas jóvenes salían del motel con el cadáver del jefe seguridad de la empresa. Lo habían planeado muy bien: ya desnudos los tres, listos para tener lo propuesto por el hombre, procedieron a dormirlo con una muy fuerte carga de escopolamina que vertieron en su bebida, cuando estaban en los prolegómenos del presunto acto sexual. Se las ingeniaron para retirarlo discretamente y cargarlo en el vehículo en el que habían llegado, sin despertar ninguna sospecha en los empleados del motel.

 

El cadáver, desmembrado en algunas partes, fue abandonado en distintos sectores. Las dos se sorprendieron de la frialdad y eficiencia con que hicieron todo eso. “Tendríamos que dedicarnos a ser profesoras de anatomía”, bromearon. La crispación nerviosa en que se encontraban las llevó a un inesperado estado de hilaridad donde no podían parar de reírse. Los chistes macabros sobre el cuerpo desmembrado se sucedieron imparables.

 

Pasado ya ese angustioso momento, un par de tragos y un acalorado encuentro sexual les fue devolviendo la calma. Al día siguiente, muy tranquilas -durmió cada una en su casa- volvieron a la oficina. Cuando comenzó a cundir la sorpresa porque el jefe de seguridad, don Arnoldo, no llegaba, ellas también simularon algún asombro. Todos coincidían en que resultaba rara su ausencia, porque no se había reportado enfermo, y era de los que jamás faltaba. De todos modos, la sorpresa no dio más que para algunos comentarios, y todo siguió su curso normal.

 

Al día siguiente, sin embargo, la sorpresa por la ausencia del encargado de las cámaras de seguridad se trocó en cierta preocupación. “¿Qué le habrá pasado, si él nunca es de ausentarse sin aviso?”, fue la pregunta que inquietó a todo el mundo. Magdalena, para ese entonces, ya había tomado la decisión.

 

Ella siempre había estado con hombres; se sentía claramente heterosexual. Incluso miraba con cierto recelo a las lesbianas. Lo que le sucedió con Susana no lo podía entender. Confusamente entreveía que esa suerte de competencia que habían entablado en los inicios de la relación, la había llevado a deslumbrarse por la belleza y el encanto de su compañera. Admiraba su elegancia -o quizá la invidiaba-, pero eso estaba lejos de significar una vinculación amorosa. Después de haberlo meditado hondamente, y luego de lo actuado con don Arnoldo, viendo que la relación con Susana no la llevaba por un camino que ella deseara, se preparó para avisarle del corte, del final de esa efímera explosión erótica.

 

La invitó a cenar la noche siguiente, cuando ya todos en la oficina estaban bastante alarmados por la desaparición del encargado de marras -nadie acertaba explicarse por qué don Arnoldo no aparecía por ningún lado-. Eligiendo con mucho cuidado sus palabras Magdalena, mostrándose siempre cariñosa, pero al mismo tiempo distante, le hizo saber a su compañera que bajo ningún aspecto quería involucrarse afectivamente con ella. “Hubo atractivo, y mucho; no lo niego, pero a mí no me gustan las mujeres. Fue una explosión de…, no sé, de sugestión, de hipnosis, de vanidad de mi parte. No lo sé, fue raro. Pero ya pasó. Después de lo que hicimos con el viejo ese, querría pensar que este contacto entre nosotras dos nunca pasó”.

 

Susana quedó atónita. Mientras Magdalena hablaba, trató de tomarle una mano, cosa que ésta rechazó. Luego de pronunciadas esas palabras, vino un gran silencio, prologado por minutos que parecían siglos. Susana derramó unas lágrimas. Magdalena hubiera querido consolarla, pero se había hecho el firme propósito de no mostrar ninguna señal de afecto, más allá de una cortesía mínima, solo formal.

 

La cena terminó con sollozos de ambas partes, pero Magdalena hizo lo imposible por no mostrarse débil, por no evidenciar gestos de ternura. Ella pagó.

 

Los días siguientes estuvieron muy distanciadas en la oficina. Solo un muy frío saludo formal, casi entre dientes. Los compañeros notaron que algo pasaba entre ellas, pues la simpática cercanía de días pasados había desaparecido por completo. Ambas mostraban semblantes hoscos, compungidos. Si alguien se atrevió a preguntar a alguna de ellas si le pasaba algo, solo obtuvo una arisca respuesta.

 

Aproximadamente una semana después del hecho con el viejo centinela, Susana, con aspecto sombrío, se acercó a su compañera. Con rostro adusto, transmitiendo una sensación de gran preocupación, le dijo a su interlocutora: “Aunque no quieras, tenemos que hablar. Surgieron problemas.

 

Magdalena fue despreciativa. Con un ademán bastante grosero le pidió que se alejara. “Ya no hay nada que hablar”, expresó recia, frunciendo el ceño.

 

No es así. Surgió un gran problema. Te pido por favor que hablemos, es grave”.

No lo creo. Prefiero ya no hablar más. Creo que ya fue suficiente, ¿no?” La expresión de Magdalena no daba lugar a dudas: estaba muy enojada y su rechazo era total.

 

Susana tuvo que apelar a sus más histriónicas dotes seductoras y de oratoria para hacerle ver a su amiga que había algo realmente grave en juego. Le rogó mil veces hablar luego del horario de la oficina. Magdalena tenía una tremenda confusión de sentimientos: mucho miedo por lo hecho con el señor de la seguridad, sensación de vergüenza por haber estado sexualmente con una mujer, pero -y quizá esto era lo fundamental- un deseo lujurioso por esta joven a la que veía tan tentadora, pero que no se podía permitir. Ese día Susana estaba vestida con un provocativo escote y una muy corta minifalda. Parecía una indumentaria hecha a la medida de esa ocasión: ¿había que seducir a Magdalena?

 

Ésta, más que por el efecto hipnótico de ver a ese monumento a la belleza -¿o monumento a la lascivia?- sino, según quería creer racionalmente, por lo grave que podía haber en ese misterioso mensaje que pronunciara Susana, aceptó. Aunque en secreto ella sabía que, quizá, pesaba más lo primero. Con cara de circunstancia y voz lúgubre, la contadora dijo, en forma pausada, como estudiada: “estamos mal. Recibí otro mensaje de chantaje”.

 

Magdalena quedó estupefacta. Inmediatamente pensó en la situación sombría que avizoraba: era coautora de un horrendo crimen. ¿Se trataría de eso el misterioso mensaje del que hablaba su amiga?

 

¿Y eso? ¡No te lo puede creer!

 

Susana enseñó en su teléfono celular un mensaje de texto, que venía de un número para ella desconocido. “Todo se sabe. El video de ustedes dos está muy interesante, pero lo que hicieron con don Arnoldo no fue tan interesante. Fue muy fuerte. ¿Quieren que se sepa, o cómo hacemos?

 

Quedaron en silencio por un largo rato. Las lágrimas aparecieron en el rostro de Magdalena, quien no paraba de retorcerse las manos. “Te veo tranquila”, le dijo balbuceando a su amiga.

 

Ya lloré y me retorcí las manos cuando leí esto”, dijo Susana con calma.

 

¿De quién es ese número?

 

No lo sé, por eso quería compartirte la situación, para que ahora las dos, juntas, averigüemos”.

 

Bueno… llamemos entonces”, sentenció Magdalena.

 

Llamaron, pero nadie contestó. Se miraron sorprendidas. Susana tomó una mano de Magdalena, quien, esta vez, lo permitió. “¿Y qué hacemos ahora?

 

Ambas se sentían desconcertadas. Podían entender que el video ya hubiera llegado a otras manos; seguramente la gente de seguridad lo compartió, y de seguro más de alguno en la oficina conocía la situación. Eso, en definitiva, no era tremendo. Incómodo quizá, dada la homofobia reinante, pero no conllevaba ningún peligro. Lo otro, el asesinato del encargado de las cámaras, sí era grave. Eso era un monstruoso delito que podía significar el quiebre de sus vidas: cárcel seguramente, y todo lo que eso implicaba.

 

Susana le ofreció a Magdalena dormir juntas esa noche. Pero la auditora no aceptó. Estaba demasiado golpeada por la noticia, y prefirió estar sola para aclarar un poco lo que debía hacer. Llorando, ambas se despidieron.

 

Al día siguiente Susana, muy sonriente, se acercó a su amiga, y mostrándole el teléfono, dijo con satisfacción: “Ya se empiezan a aclarar las cosas. Creo que podemos atrapar a nuestro chantajista”.

 

No te entiendo… ¿Qué pasó?

 

Recibí otro mensaje”, dijo sonriente Susana. “Es una mierda lo que dice, pero nos puede dar pistas para descubrir quién es la persona”.

 

¿Eso te parece buena noticia?”, inquirió Magdalena, entre asombrada y molesta.

 

¡Por supuesto! Quizá ahora podamos saber quién está atrás de esto”.

 

¿Y quién puede estar?

 

Me parece que es alguien de la oficina”.

 

Esas palabras, que parecían tranquilizar a Susana, crispaban más a Magdalena. No veía ese mensaje como un avance prometedor sino, por el contrario, algo que las comprometía más, algo de lo que sentía crecientemente no poder salir. Ya se veía entre rejas, esposada, acusada, totalmente deshonrada.

 

En un acto de negación maníaca, Magdalena se desentendió del tema. Se le cruzaron infinitas de ideas, sensaciones, pensamientos, todos abigarrados y en un desorden fenomenal que no le permitía tener claridad respecto a qué hacer. Lo que más insistió fue el deseo de huir del país. “Todavía no pasó nada, pero en cualquier momento sucede. Es hora de salir ahora”.

 

Susana, mucho más tranquila, al día siguiente llegó al escritorio de la auditora con una sonrisa triunfal en su rostro. “¡Buenas noticias!

 

Para Magdalena no había posibilidad de que hubiera buenas noticias. Estaba sumida en cavilaciones terribles, sombrías; también se le había cruzado la idea del suicidio. Incluso había pensado cuál sería la forma más efectiva y menos cruenta. La alegría de su amiga la incomodaba.

 

¿Buenas noticias? No te lo puede creer”, dijo cabizbaja, y a la vez agresiva.

 

¡Sí, por supuesto! Vamos, seamos positivas. Esta persona -supongo que es un hombre- se está delatando. Nos pide ahora que le filmemos un video de nosotras dos haciendo el amor y se lo pasemos. ¡Esa es nuestra oportunidad de agarrarlo!

 

Entonces ¿qué? ¿Otro descuartizado?

 

No sería necesario en este caso. Solo con hacerlo desaparecer sería suficiente”, respondió con frialdad Susana.

 

¡¿Hacerlo desaparecer?! ¿Otro más? ¡¡Estás loca!!”, levantó la voz Magdalena, poniéndose muy nerviosa, saliéndose de sí. Inmediatamente reparó en su error y trató de sonreír para que nadie en la oficina sospechara, buscando atemperar el exabrupto. Susana, para hacer pasar el incómodo momento, la invitó a hablar después del horario laboral.

 

Una vez más estaban frente a frente con un café de por medio, hablando de su futuro. Esta vez Magdalena no retiró la mano. Con voz suave, tierna, podría decirse incluso que seductora, Susana explicó su plan.

 

Según le hizo saber, el nuevo anónimo -que mostró en la pantalla de su móvil- pedía algo bien concreto: que las dos mujeres tuvieran relaciones sexuales -“lo más escandalosas posibles”, decía el texto- y se grabaran en un video. Luego se las pasaran al autor (¿o autora?) del anónimo, y esta persona se comprometía a devolver el video original, el de la cámara de seguridad de la empresa, y ahí daba por terminado el asunto.

 

Pero es radicalmente imposible creerle eso a este chantajista”, reaccionó airada Magdalena. Ambas coincidieron en eso, que ahí había un plan horrible que solo las podía perjudicar. Inclusive, podría tratarse de una estrategia de la policía para detenerlas y hacerles confesar su crimen. De todos modos Susana, según razonaba, veía una gran oportunidad en todo esto. “Con el video que nos piden ya en la mano -habría que hacer un muy buen trabajo ahí- podemos buscar negociar con esta persona. Y tenemos la oportunidad servida en bandeja para agarrarlo y silenciarlo”.

 

Magdalena comenzó a temblar ante la propuesta. Podía aceptar hacer el video, pero de ningún modo matar a alguien más. La mención de esa posibilidad la aterraba, desestructurándola. Una vez más levantó la voz, esta vez en la cafetería en que se encontraban, diciendo, casi a los gritos, que de ningún modo ella cometería un nuevo asesinato. Fue necesario que Susana la tranquilizara para que retomara la compostura. Profusas lágrimas bañaron su cara, y un temblor generalizado la hacía tartamudear.

 

La contadora, con mucho aplomo y mucha dulzura, fue intentando serenar a su amiga. Con convicción le hizo saber que ella, Magdalena, no debía preocuparse por nada. Con el video ya grabado Susana tomaba la responsabilidad de negociar con ese “sátrapa de mierda”, y que excluía completamente a la joven auditora de cualquier cosa que pudiera ocurrir.

 

Pero ¿qué? ¿Otro muerto más? Yo no quiero ser cómplice de eso”, balbuceó Magdalena, con una voz ahora casi inaudible. “Ni lo serás”, sentenció categórica su amiga.

 

Magdalena prefirió no preguntar más nada. Se sentía abatida por la situación, no veía salida en lo inmediato. Realizar ese video que ahora le pedían lo aceptó. Muy en secreto sabía que su amiga la deslumbraba como nunca lo había hecho anteriormente un hombre. No le gustaban las mujeres, pero con Susana era otra cosa, inexplicable quizá. La envidiaba; querría ser hermosa y desenvuelta como ella. En un rapto de confianza hacia Susana, pensó que ella sí sabría encargarse de todo. Acto seguido, cuando su admirada contadora resolviera la situación, sin decir palabra dejaría el país. No tenía idea de hacia dónde marcharía, pero no podía seguir permaneciendo ahí, con el peso de ser una asesina y una homosexual. Esos pensamientos afiebrados la estaban volviendo loca. Esa noche necesitó dos vasos de whisky para poder dormir. A la mañana siguiente se reportó enferma y no fue a su trabajo.

 

Susana intuía que Magdalena estaba a punto de quebrarse; eso era bastante evidente. Por tanto, había que resolver rápido las cosas, “para evitar un posible suicidio”, se dijo. De esa cuenta, dos días después por medio de un mensaje de texto a su celular, le hizo saber a Magdalena que el fin de semana harían el video.

 

Pero… ¿y con eso cómo vas a identificar al chantajista?

 

De eso me ocupo yo, no te preocupes”, afirmó Susana contundente, segura.

 

El sábado por la tarde, con las cámaras de dos teléfonos convenientemente ubicados para captar distintos ángulos, realizaron el video. Sin dudas, el contacto sexual resultó maravilloso para ambas. Magdalena reconoció que nunca en su vida había disfrutado tanto.

 

Fue después de terminado todo ese montaje que la auditora comenzó a ver las cosas de otro modo. La obnubilación de días atrás fue disipándose, y consideró todo con un sentido más realista. No le encontraba lógica a lo dicho con tanta seguridad por su amiga; era inconcebible que ella sola, a partir de ese video, pudiera arreglar una situación tan tremendamente complicada como la que se había creado. El domingo siguiente a la borrachera de éxtasis, encaró a Susana.

 

Ésta, con toda la frialdad imperturbable del mundo, respondió cada una de sus dudas. De todos modos, Magdalena en absoluto quedó convencida. Le exigió que destruyera las grabaciones. Pero eso era imposible ya, respondió secamente Susana. Ya había descargado los archivos y, según dijo, los había entregado a un amigo para que los editara, para luego pasarlos al extorsionista.

 

Luego de un forcejeo sangriento, exhausta y casi sin poder respirar, Susana, con todo el cuerpo de Magdalena encima, quien le oprimía el cuello ferozmente inmovilizándola con su rodilla derecha sobre el pecho -la auditora había llegado a cinturón rojo de kung-fu- se vio forzada a confesar: no había ningún extorsionista. Ella, fascinada por la belleza incomparable de Magdalena, había pergeñado lo del nuevo mensaje.

 

Ahora ambas, en feliz pareja, viven en las Islas Vírgenes Británicas, en el Mar Caribe, donde juntas administran un hotel a que llamaron Susagdalena.